En fin, en los momentos de verdadero fervor, las inspiraciones del Espíritu Santo acuden solícitas a pedirnos sacrificios en tal materia. Si con sinceridad recurrimos a estos medios de discernimiento, fácil nos será reconocer a este enemigo interior que con nosotros llevamos y nos hace sus esclavos:
"Aquel que se entrega al pecado, esclavo es del pecado", dice Jesús por San Juan (VIII, 34). Es como una prisión interior que llevamos con nosotros a dondequiera que vamos. Procuremos con toda nuestra alma hacerla a un lado. Gran fortuna sería encontrar a un santo que nos dijera: "Éste es tu defecto dominante, y ésta tu buena cualidad principal que generosamente debes cultivar para conseguir la unión con Dios." De este modo llamó Nuestro Señor hijos del trueno, boanerges, a los jóvenes apóstoles Santiago y Juan, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre una aldea que se había negado a recibirles. Leemos en San Lucas (IX,56): "Y les replicó diciendo: ¡No sabéis de qué espíritu sois! El Hijo del hombre no vino para perder a los hombres, sino para salvarlos." En la escuela del divino Salvador, los boanerges se hacen mansos, hasta tal punto que, al fin de su vida, San Juan Evangelista no acertaba a decir sino una cosa: "Hijitos míos, amaos los unos a los otros" (I Joan., II, 18-23). Y, como le preguntasen por qué repetía tanto la misma cosa, respondió: "Es el precepto del Señor; y si lo cumplís, con él basta." Juan no había perdido nada de su ardor, ni de su sed de justicia, pero ésta se había espiritualizado e iba acompañada de una gran mansedumbre.
Recordemos también cómo fué curado Pedro de su precipitación y presunción; había asegurado al Señor, que anunciaba su Pasión: "Aun cuando todos se escandalizaren por tu causa, nunca jamás me escandalizaré yo." Jesús le replicó: "En verdad te digo que esta misma noche, antes que cante el gallo, has de renegar de mí tres veces"(Mat., XXVI, 33.).
Pedro, humillado por su pecado, curóse de su presunción y ya no confió en sí mismo, sino en la gracia divina; y la gracia lo levantó a la más alta santidad por la vía del martirio.
La precipitación arrastra a veces a ciertos jóvenes, generosos y entusiastas, a querer llegar a la cumbre de la perfección antes que la gracia, sin tener en cuenta la necesaria mortificación para disciplinar las pasiones, como si ya vivieran en la intimidad de la divina unión. Leen a veces con avidez y curiosidad obras de mística, y se apresuran a recoger sus bellas flores sin dar tiempo a que se haya formado el fruto. Se exponen así a muchas ilusiones, y a caer, cuando viene la desilusión, en la pereza espiritual y en la pusilanimidad. Se debe avanzar, es cierto, con decisión, y aun con paso rápido y firme, y tanto más cuanto nos aproximamos más a Dios; pero hemos de
guardarnos de lo que San Agustín llama magni passus extra viam, de dar grandes pasos, pero fuera del camino. Los efectos de esta precipitación y de la propia satisfacción que la acompaña, son la pérdida del recogimiento interior, la turbación y estéril agitación, que de acción fecunda no tienen sino las apariencias, como esos vidrios de color que imitan piedras preciosas.