viernes, 28 de octubre de 2011

EL DEFECTO DOMINANTE

La excusa del defecto dominante está aquí siempre a flor de labios, porque el mismo excita fácilmente a todas las demás pasiones, las dirige como señor, y ellas le obedecen al momento. Así es como el amor propio herido luego excita la ironía, la ira y la impaciencia. Además, ese defecto, si ha llegado a echar hondas raíces, experimenta particular repugnancia en dejarse desenmascarar y combatir, porque pretende reinar en nosotros. Y llega esto, a veces, a tal extremo, que cuando alguien nos acusa de él, le replicamos: "Podré tener otros defectos, pero éste jamás".
Podemos igualmente venir en conocimiento de la pasión dominante, por las tentaciones que con mayor frecuencia suscita en nuestra alma el enemigo, porque sobre todo nos ataca por el punto débil de cada cual.
En fin, en los momentos de verdadero fervor, las inspiraciones del Espíritu Santo acuden solícitas a pedirnos sacrificios en tal materia. Si con sinceridad recurrimos a estos medios de discernimiento, fácil nos será reconocer a este enemigo interior que con nosotros llevamos y nos hace sus esclavos:

"Aquel que se entrega al pecado, esclavo es del pecado", dice Jesús por San Juan (VIII, 34). Es como una prisión interior que llevamos con nosotros a dondequiera que vamos. Procuremos con toda nuestra alma hacerla a un lado. Gran fortuna sería encontrar a un santo que nos dijera: "Éste es tu defecto dominante, y ésta tu buena cualidad principal que generosamente debes cultivar para conseguir la unión con Dios." De este modo llamó Nuestro Señor hijos del trueno, boanerges, a los jóvenes apóstoles Santiago y Juan, que querían hacer bajar fuego del cielo sobre una aldea que se había negado a recibirles. Leemos en San Lucas (IX,56): "Y les replicó diciendo: ¡No sabéis de qué espíritu sois! El Hijo del hombre no vino para perder a los hombres, sino para salvarlos." En la escuela del divino Salvador, los boanerges se hacen mansos, hasta tal punto que, al fin de su vida, San Juan Evangelista no acertaba a decir sino una cosa: "Hijitos míos, amaos los unos a los otros" (I Joan., II, 18-23). Y, como le preguntasen por qué repetía tanto la misma cosa, respondió: "Es el precepto del Señor; y si lo cumplís, con él basta." Juan no había perdido nada de su ardor, ni de su sed de justicia, pero ésta se había espiritualizado e iba acompañada de una gran mansedumbre.
Recién recordábamos el paso en que Santiago y Juan pidieron al Señor que lloviera fuego del cielo sobre la aldea que no les quiso recibir. Jesús les llamó entonces, con divina ironía, Boanerges (Marc., III, 17),o hijos del trueno, dándoles a entender que debían ser hijos de Dios y tener, como Él, más paciencia, esperando la conversión de los pecadores. Los dos hermanos comprendieron tan bien la lección, que al fin de su vida Juan no acertaba sino a repetir una sola cosa: "Amaos los unos a los otros, porque éste es el precepto del Señor." En la escuela de Jesús, los boanerges aprenden a ser mansos, mas no por eso pierden su ardor y celo, sino que ese celo, habiéndose hecho más dulce y paciente, produce duraderos frutos que permanecen eternamente.
Recordemos también cómo fué curado Pedro de su precipitación y presunción; había asegurado al Señor, que anunciaba su Pasión: "Aun cuando todos se escandalizaren por tu causa, nunca jamás me escandalizaré yo." Jesús le replicó: "En verdad te digo que esta misma noche, antes que cante el gallo, has de renegar de mí tres veces"(Mat., XXVI, 33.).
Pedro, humillado por su pecado, curóse de su presunción y ya no confió en sí mismo, sino en la gracia divina; y la gracia lo levantó a la más alta santidad por la vía del martirio.
La precipitación arrastra a veces a ciertos jóvenes, generosos y entusiastas, a querer llegar a la cumbre de la perfección antes que la gracia, sin tener en cuenta la necesaria mortificación para disciplinar las pasiones, como si ya vivieran en la intimidad de la divina unión. Leen a veces con avidez y curiosidad obras de mística, y se apresuran a recoger sus bellas flores sin dar tiempo a que se haya formado el fruto. Se exponen así a muchas ilusiones, y a caer, cuando viene la desilusión, en la pereza espiritual y en la pusilanimidad. Se debe avanzar, es cierto, con decisión, y aun con paso rápido y firme, y tanto más cuanto nos aproximamos más a Dios; pero hemos de
guardarnos de lo que San Agustín llama magni passus extra viam, de dar grandes pasos, pero fuera del camino. Los efectos de esta precipitación y de la propia satisfacción que la acompaña, son la pérdida del recogimiento interior, la turbación y estéril agitación, que de acción fecunda no tienen sino las apariencias, como esos vidrios de color que imitan piedras preciosas.

Para disciplinar las pasiones, hemos de preocuparnos de combatir la vivacidad de temperamento junto con la presunción que nace de la propia estima, y al mismo tiempo la molicie y la pereza que aun serian más perjudiciales a la vida interior. Mediante esta labor lenta, pero perseverante, sobre la cual todos los días hemos de traer el examen, los boanerges se vuelven mansos, sin por eso perder la energía espiritual, que es el celo de la gloria de Dios y de la salud de las almas. Y los que están dotados de temperamento blando y se inclinan más bien a la pereza e indolencia, llénanse de fortaleza. Unos y otros subirán así por distintas vertientes a la cumbre de la perfección; y comprenderán lo mucho que importa someterse poco a poco a la disciplina y permanecer habitualmente fieles a la gracia "sin la cual, en orden a la salvación, nada podemos realizar". En tal caso, las pasiones, bien dirigidas y disciplinadas, se transformarán en energías utilísimas al bien de nuestras almas y de las del prójimo. Entonces la audacia estará al servicio de la fortaleza que hará desaparecer el miedo irreflexivo cuando se trate, por ejemplo, de volar en socorro del prójimo en peligro. Igualmente la mansedumbre, que supone gran dominio de sí, pondrá freno a la cólera para que nunca sea sino la santa indignación del celo; de un celo que, sin perder nada de su ardor, permanezca dulce y paciente, y que es el signo de la santidad.

jueves, 27 de octubre de 2011

MORTIFICACIÓN DE LA SENSUALIDAD


Recordemos las palabras de Nuestro Señor: "Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácale y arrójale fuera de ti; la mano... córtala; pues mejor te está el perder uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno" (Mat., V, 29, 30.).

Que es lo que la moral cristiana dice a propósito del sexto mandamiento: fuera del matrimonio, la delectación carnal directamente consentida con plena deliberación es un pecado mortal. Y no hay aquí parvedad de materia. ¿Por qué? Porque tal consentimiento directo nos expone próximamente a otro más grave; es como poner el dedo en un engranaje que nos destrozaría el brazo entero.

Se trata ahí de evitar un pecado capital que conduce a la inconsideración, a la inconstancia, a la ceguera del espíritu yal amor de sí hasta el odio de Dios y la desesperación [527].

También San Pablo nos recuerda enérgicamente la necesidad de esta mortificación, de la cual nos da ejemplo, cuando dice: "Castigo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado."Trátase aquí de la mortificación de los sentidos y del cuerpo en general para asegurar la libertad del espíritu, de modo que el cuerpo no abrume al alma y la deje vivir su vida superior

[528].

Enseña Santo Tomás [529] que la lujuria se evita más bien huyendo las ocasiones que por la resistencia directa, que hace pensar demasiado en lo que se ha de combatir. En cambio, la acidia o pereza espiritual se la vence mejor con la resistencia, porque, para hacerle frente, ponemos la atención en los bienes espirituales que nos atraen más cuanto más pensemos en ellos.

Hemos de poner también gran atención en evitar lo mejor que nos sea posible los movimientos de sensualidad aun indirectamente voluntarios, sobre todo cuando existe próximo peligro de consentimiento. También es muy conveniente para algunos evitar ciertas lecturas (de medicina, por ejemplo) que para los tales podrían ser peligrosas en razón de su fragilidad, máxime si hacen esas lecturas por mera curiosidad no por deber de estado [530].

En este terreno, preciso es igualmente vigilar sobre ciertos afectos que podrían llegar a ser demasiado sensibles y aun sensuales. El autor de la Imitación (1. I, c. VI y VIII) nos dice que hay que evitar la demasiada familiaridad con las criaturas para gozar de la de Nuestro Señor, y que ciertas afecciones demasiado vivas y sensibles hacen perder la paz del corazón. Santa Teresa dice también en el Camino de perfección (c. IV) que ciertas amistades particulares son verdaderas pestes que, poco a poco, hacen perder el fervor y después la regularidad, y que a veces causan las más profundas divisiones en las comunidades y hasta ponen en peligro su salvación [531].

La mortificación del corazón no es aquí menos necesaria que la del cuerpo y la de los sentidos.

En fin, hay que tener mucha cuenta en no buscar en la oración los consuelos sensibles por ellos mismos, es decir por una especie de gula espiritual [532]. El que ama a Dios no por Él sino por el consuelo sensible que recibe o espera recibir, anda fuera de orden. Porque primero se ama a sí y después a Dios, como a cosa inferior a sí. Orden trastornado es ése y perversión más o menos conocida. Abuso grande es, de lo más santo, y por ahí queda la puerta abierta a todas las tentaciones.

Los deleites espirituales, buscados en sí mismos, despiertan las pasiones dormidas en nuestro corazón de carne, y, en lugar de seguir la ruta que los santos han seguido, insensiblemente se va cayendo por la pendiente por la que se han dejado arrastrar los falsos místicos, los quietistas particularmente. Corruptio optimi pessima, la peor corrupción es aquella que destruye en nosotros lo mejor que poseemos, el amor de

Dios, desfigurándolo y falseándolo totalmente. Nada hay más alto en la tierra que la verdadera mística, que no es otra cosa que el ejercicio eminente de la más depurada virtud, la caridad, y de los dones del Espíritu Santo que la acompañan. Como tampoco hay cosa peor que la mística bastarda y falsa, que el falso amor de Dios y del prójimo, que no tiene de verdadero sino el nombre y se le parece, como el falso diamante imita al verdadero [533]. San Juan nos amonesta (I Joan., IV, 1): "Queridos míos, no queráis creer a todo espíritu, sino examinad los espíritus si son de Dios."

Para no enredarse en ilusiones, es necesaria la humildad y la pureza de corazón. Se puede decir que toda la doctrina de Nuestro Señor sobre la mortificación de la sensualidad, se resume en estas palabras: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios."

Pero hay otra mortificación sobre la cual insiste mucho el Evangelio, y es la de la irascibilidad, que es otra forma de desorden de la sensibilidad que, como hemos visto, se divide en concupiscible e irascible.

EXTRAIDO DE:

LAS 3 EDADES DE LA VIDA INTERIOR

R. Garrigou-Lagrange

viernes, 21 de octubre de 2011

DISPOSICIONES PARA SACAR PROVECHO DE LAS LECTURA


Una oración hecha al comenzarla nos obtendrá la gracia actual para leer la Santa Escritura o los libros espirituales con espíritu de fe, evitando cualquier inútil curiosidad, la vanidad intelectual y la tendencia a criticar, más bien que a aprovechar lo que uno lee. El espíritu de fe hace que busquemos a Dios en esas obras. Preciso es también, junto con un sincero y vivo deseo de perfección, aplicarnos a nosotros mismos lo que leemos, en lugar de contentarnos con el conocimiento teórico. Haciéndolo así, aun cuando leamos lo concerniente a las "virtudes menores", en expresión de San Francisco de Sales, sacaremos gran provecho, porque todas las
virtudes están en conexión con la más alta (le todas, la caridad. Es también muy provechoso para las almas avanzadas releer, de tiempo en tiempo, lo que concierne a los principiantes; así lo comprenderán con una inteligencia superior, y quedarán sorprendidas de lo que en esas cosas se halla virtualmente contenido, como en las primeras líneas de un pequeño catecismo que nos enseña el motivo por el que fuimos creados y puestos en el mundo: "Para conocer a Dios, amarle, servirle, y conseguir así la vida eterna."
Es asimismo muy conveniente, que los principiantes, sin pretender saltar las etapas intermedias y caminar más de prisa que la gracia, se den cuenta cumplida de la elevación de la perfección cristiana. Porque el fin a que aspiramos, que' es lo último que hemos de conseguir, es lo primero en el orden de la intención o el deseo. Es, pues, necesario, desde los comienzos, querer eficazmente hacerse santo, ya que todos somos llamados a la santidad que en el momento de nuestra muerte nos abrirá las puertas del cielo; pues nadie entrará en el purgatorio sino por faltas que hubiera podido evitar.
Si los principiantes y los adelantados tienen verdaderos deseos de santificarse, en la Sagrada Escritura y en las obras espirituales de los santos encontrarán la ruta que han de seguir; y escucharán, leyendo esos libros, las enseñanzas del Maestro interior. Para conseguirlo, hay que leer atentamente, y no devorar los libros; es preciso penetrar bien en lo que se lee. En tal caso, la lectura se transforma poco a poco en oración y cordial conversación con el Huésped interior Es muy conveniente volver a leer las obras que años atrás hicieron bien a nuestras almas. La vida es corta; por eso nos hemos de contentar con leer y releer aquellos escritos que verdaderamente llevan impresa la huella de Dios, y no perder el tiempo en lecturas de cosas sin vida y sin valor. Santo Tomás de Aquino no se cansaba de leer las Conferencias de Casiano. Cuántas almas no se han mejorado grandemente, leyendo con frecuencia la Imitación de Jesucristo! Es más provechoso penetrarse profundamente de un libro de este género, que leer superficialmente toda una biblioteca de autores espirituales.
Es igualmente necesario, como dice San Bernardo, leer con espíritu de piedad, buscando no solamente conocer las cosas divinas antes bien gustarlas. Se lee en San Mateo, XXIV. 15: "Que el que lea, entienda", y pida luz a Dios para bien comprender. Los discípulos de Emaús no habían entendido el sentido de las profecías, hasta que el Señor abrió sus inteligencias. Por esto nos dice

San Bernardo:

"Oratio lectionem interrumpat, que se suspenda la lectura para orar"; así resulta la lectura sustancioso alimento espiritual y dispone a la oración. En fin, se debe comenzar a poner inmediatamente en práctica lo que sa ha leído. Nuestro Señor dice al final del Sermón de la Montaña(Mat., VII, 24): "Cualquiera que escucha estas mis instrucciones y las practica será semejante a un hombre cuerdo que fundó su casa sobre piedra... Pero el que ove estas instrucciones que doy y no las pone por obra, será semejante a un hombre loco que fabricó su casa sobre arena."
"Que no son justos, dice también San Pablo, delante de Dios, los que oyen la ley, sino los que la cumplen" [419]. Hecha así, es fructuosa la lectura. Leemos en la parábola del sembrador: "Parte de la semilla cayó en buena tierra, y habiendo nacido, dió fruto de ciento por uno... Esto denota a aquellos que con un corazón bueno y sano oyen la palabra de Dios, y la conservan, y mediante la paciencia dan fruto sazonado" (Luc., VIII, 8-15.). Según esta parábola, tal lectura espiritual puede producir como treinta, otra como sesenta, y otra el ciento por uno. Así fué, por ejemplo, la lectura que hizo San Agustín cuando ovó las palabras: Tolle et lege; abrió en el acto las Epístolas de San Pablo, que se encontraban sobre su mesa, y leyó estas palabras (Rom., XIII, 13): "No andemos en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones, no en contiendas y envidias. Mas revestíos de Nuestro Señor Jesucristo." Al instante su corazón se sintió cambiado, se retiró algún tiempo a la soledad, y se hizo inscribir para el bautismo, Y produjo verdaderamente el céntuplo, del que después se han alimentado y vivido millares de almas.

martes, 18 de octubre de 2011

Marta Rubin y el demonio


MARTA ROBIN, UN MILAGRO VIVIENTE

(50 años sin comer, ni beber, ni dormir)


El demonio aparece en la vida de Marta en múltiples ocasiones. Ya hemos anotado que la misma noche de la ceremonia de entrada a la tercera Orden franciscana, el 2 de noviembre de 1928, el diablo le dio un puñetazo y le rompió dos dientes. Antes de morir le dijo que llegaría hasta el final. Durante la vivencia de la Pasión cada viernes, el demonio la hacía sufrir y hasta la golpeaba. Ella todo lo sufría por amor a Jesús y la salvación de los pecadores.

El siquiatra doctor Assailly relata: Un día asistí a la Pasión con el padre Finet. Después de algunos minutos, de pronto, ella fue tirada brutalmente a la derecha como si una mano invisible la tuviera agarrada por el cuello. Su cabeza era golpeada repetidamente contra el mueble de la cabecera. Instintivamente yo la sujeté por los hombros, diciendo: “Padre la va a matar”. El padre Finet me dijo: “No doctor, déjela”. Después dijo en el nombre de Cristo, de la Virgen María y de la santa Iglesia: “Te ordenó que la dejes en paz”. Y la calma vino inmediatamente, pudiendo comprobar que no le había roto el cráneo ni el cuello. Entonces, dejé al padre con ella y salí a tomar aire.

El demonio le decía: ¿Tú crees que tu padre espiritual te ama bien? Cuando está lejos, se ríe de ti. Y Marta quedó tan preocupada que hubo necesidad de tranquilizarla.

En sus declaraciones a Jean Guitton le manifestó que, cuando el demonio la atacaba y la golpeaba contra la pared y la tiraba a tierra (como hizo el último día de su vida) nunca la destapaba. El demonio respetaba su pudor. Era Dios que la hacía respetar por medio de su ángel.

Guitton le preguntó sobre el diablo y le respondió: Algunas veces he visto su rostro. Era bello, pero no puedo decir que fuera transparente. Él siempre tiene rabia; pero, cuando aparece la Virgen, él no puede nada contra ella. La Virgen es tan bella, no solamente en su rostro, sino en todo su cuerpo. En cuanto al demonio, es capaz de imitarlo todo, hasta la Pasión, pero no puede imitar a la Virgen. Él no tiene poder sobre ella. Cuando la Virgen se aparece, si viera las volteretas que da, se pondría a reír.

Extraido del libro:

MARTA ROBIN
UN MILAGRO VIVIENTE
P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.

jueves, 13 de octubre de 2011


Pueden leer y descargar muchos libros de Santos escritos por el

P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.

www.libroscatolicos.org


jueves, 6 de octubre de 2011

PERFIL ESPIRITUAL DEL HERMANO LORENZO

Fénelon le visitó poco antes de su muerte y conversó largamente con él. El recuerdo de esa conversación era muy vívida para Fénelon diez años más tarde, cuando escribe: «Las palabras de los santos son a menudo muy diferentes del discurso de aquellos que trataron de describirlos. El hermano Lorenzo era tosco por naturaleza, pero delicado en gracia. Esta mezcla era atrayente y revelaba a Dios presente en él. Yo lo vi, y aunque él estaba muy enfermo, permanecía muy contento».

El hermano Lorenzo siempre tenía algo que decir a los que querían aprender; no escondía nada a los que consideraba «pequeños y sencillos». Uno de sus biógrafos nos deja un retrato de sus virtudes sociales. «La virtud del Hermano Lorenzo nunca lo hizo ser áspero. Él era abierto, digno de confianza, te hacía sentir que podías decirle cualquier cosa, y que habías encontrado un amigo. Por su parte, una vez que él sabía con quien estaba tratando, hablaba libremente y mostraba gran bondad. Lo que él decía era simple, siempre apropiado, lleno de buen sentido. Una vez que pasabas su dureza exterior tú descubrías una sabiduría inusual, una libertad más allá del alcance de un hermano laico cualquiera, un discernimiento que se extendía mucho más allá de lo que podías haber esperado».

Tenía «el mejor corazón del mundo. Su delicado semblante, aire humano y afable, su simple y modesta manera de ser le ganaba la estima y buena voluntad de todos los que lo veían. Mientras más de cerca lo veías, más descubrías en él una profundidad de integridad y piedad que difícilmente podía encontrarse en otra persona. Él no fue uno de aquellos inflexibles que consideran la santidad incompatible con las formas comunes. Él se asociaba con cualquiera y nunca se daba ínfulas, actuando amablemente con sus hermanos y amigos sin querer llamar la atención».

Lorenzo tenía algún grado de instrucción intelectual. A veces hablaba de los libros que había leído o examinado. Se relacionó con sus compañeros y con visitantes letrados. Lorenzo fue nutrido por el espíritu de Teresa de Ávila cuyo «Camino de la Perfección» era leído cada año por los religiosos. La declaración de Teresa de que «el Señor camina entre ollas y cacerolas» debe haber agradado al hermano cocinero. Juzgando por sus escritos, también debió haber encontrado mucho gozo al leer a Juan de la Cruz, el autor del «Cántico espiritual».

Aunque Lorenzo ciertamente hablaba, permanecía la mayor parte del tiempo en silencio. Los hermanos laicos vivían en las sombras, en el profundo silencio de la comunidad Carmelita. Jurídicamente ocupaban el último lugar de la casa, ya que incluso los novicios estaban por sobre ellos. En la mañana servían a las mesas de los mayores, y el resto de sus días estaban llenos de obligaciones. Por eso, no siempre tenían tiempo de dedicarse a sus prácticas devotas. Pero Lorenzo, como podemos leer en sus conversaciones y cartas, estaba acostumbrado a vivir constantemente en la presencia de Dios, orando sin cesar, en toda circunstancia.

Por más de 50 años, Lorenzo, quien vivió la profundidad de una contemplación que era la fuente de la sabiduría para sus consejos, deleitó e inspiró a los miembros de la comunidad de la calle Vaugirard.

Sin embargo, con el tiempo sus sufrimientos físicos aumentaron. La gota ciática que le hacía cojear lo atormentó por casi 25 años, y degeneró en una úlcera de la pierna, causándole un inmenso dolor. Estuvo muy enfermo tres veces durante los últimos años de su vida. Cuando se recuperó la primera vez, le dijo al médico: «Doctor, sus medicinas me han hecho muy bien. ¡Pero han retrasado mi alegría!». Esperaba ansiosamente el glorioso encuentro. Tres semanas antes de morir escribió «Adiós, espero ver a Dios pronto». Y seis días antes de partir: «Espero por la misericordiosa gracia de Dios, verle en pocos días».

Lúcido hasta sus últimos momentos, el Hermano Lorenzo murió el 12 de Febrero de 1691, a la edad de 77 años. Su plácida muerte fue muy parecida a su vida en la Comunidad, donde cada día y cada hora era un nuevo comienzo y un fresco compromiso de amar a Dios con todo su corazón.

HERMANO LORENZO DE LA RESURRECCIÓN


El Hermano Lorenzo nació con el nombre de Nicolás Herman, alrededor de 1610, en Heri-menil, Lorraine (Francia

Desgraciadamente, hay pocos datos de su juventud. Él aprendió principios cristianos de sus padres Dominic y Louise, con quienes constituía una familia modesta. Aunque Nicolás tenía sobrada inteligencia, aparentemente no le pudieron otorgar oportunidad de estudiar. No se sabe si Nicolás tuvo hermanos o hermanas, cómo pasó su niñez, acerca de su instrucción escolar, o su primer trabajo.

Conversión y primeras experiencias de vida

Sin embargo, es claro que a la edad de 18 años tuvo su primera experiencia espiritual: la conversión. Durante ese invierno, mientras veía a un árbol perder sus hojas, consideraba que dentro de poco tiempo las hojas se renovarían, y más tarde vendrían las flores y finalmente aparecería el fruto. A través de esta sencilla observación cotidiana, Nicolás recibió una impactante visión de la providencia y del poder de Dios que nunca pudo olvidar. Esta visión despertó en él un profundo amor a Dios y un deseo cada vez mayor de apartarse del mundo. Desde entonces se dedicó mucho a la lectura y a la vida espiritual.

Sin embargo, Nicolás no ingresó en este tiempo, como pudiera pensarse, a la vida religiosa, sino al servicio militar, durante el agitado período de la terrible Guerra de los Treinta Años. Allí fue apresado por tropas germanas, y, sospechoso de ser un espía, fue amenazado de muerte. Sin embargo, él pudo probar su inocencia. Más tarde se reunió con las tropas de Lorraine, pero fue herido durante el sitio de Rambervillers, en 1635, desde donde regresó a la casa de sus padres. La herida recibida en la guerra le afectó el nervio ciático, debido a lo cual quedó cojo por el resto de su vida, sufriendo dolores crónicos.

No es posible saber si fue durante su vida como soldado, o con posterioridad a ella, que participó de pecados que más tarde le harían lamentar, y recordar con dolor, como «desórdenes de su juventud» o «pecados de su vida pasada». Lo cierto es que, llevado por el deseo de enmendar su vida, y entregar de una vez a Dios lo que le había ofrecido cuando tuvo aquella primera experiencia espiritual, decidió hacerse ermitaño.

Junto a otros que tenían la misma intención, se apartó para vivir en soledad. Sin embargo, a poco andar pudo darse cuenta que no estaba preparado para esa clase de vida, y la abandonó. Se dedicó entonces a servir como criado y lacayo de algunos aristócratas en París. En ese servicio se describió a sí mismo como muy torpe, tanto, que quebraba todo a su alrededor.

REPARANDO SANDALIAS....

A los 26 años de edad se dio cuenta que no podía vivir lejos del servicio a Dios, así que tomó una seria decisión: ingresó a la recién formada comunidad de los Carmelitas en la calle Vaugirard en París, como un hermano laico. Corría junio de 1640. A mediados de ese mismo año, fue recibido oficialmente, y adoptó el nombre de Lorenzo, probablemente inspirado en un religioso de su ciudad a quien había admirado mucho. Como novicio vivió severas pruebas y también grandes decepciones. Según confesión propia, muchas veces quedó en evidencia su torpeza natural, por lo cual temía ser despedido.

Pasados los dos años de noviciado hizo su profesión de votos, en agosto de 1642, a los 28 años de edad. Louis de Sainte-Thérése, su superior, resumió la vocación de este hermano laico con la expresión «oración y trabajo manual».

El primer trabajo que le asignaron después de su profesión fue el de cocinero de la Comunidad, que estaba compuesta por más de cien miembros. Sin embargo, la cocina se hizo muy difícil para alguien físicamente discapacitado, así que tras 15 años de labor, le asignaron un trabajo en que pudiera estar sentado. Fue designado como reparador, y luego fabricante de sandalias. Pero a menudo regresaba a la cocina para ayudar. Al hermano Lorenzo le fueron encomendadas también otras tareas como, por ejemplo, comprar el vino. Para ello debía desplazarse largas distancias, a veces por río; labor que le era muy difícil, porque, como él mismo dice, «cojo de una pierna, sólo podía moverme del bote rodando sobre los barriles». En esos viajes conoció a mucha gente, que quedaba impresionada por su piedad. Muchos de ellos acudían después a él en busca de consejo espiritual.Poco a poco la influencia del «reparador de sandalias» creció, y no sólo entre los que solía ayudar y aconsejar, sino que mucha gente instruida y religiosos venían a él desde distintos sitios. Uno de sus biógrafos, que le conoció personalmente, dice que llegó a ser venerado por «todo París». Aunque esto pueda resultar una exageración, lo cierto es que todos quienes le conocían apreciaban mucho conversar con él, pues siempre se respiraba en su compañía la presencia de Dios. Él les enseñaba en forma sencilla cómo caminar con Cristo.

Cierta vez, interrogado por alguien de la misma Comunidad (a quien estaba obligado a responder), acerca de cómo había logrado ese habitual sentido de Dios, el hermano Lorenzo le dijo que desde su llegada a ese lugar, él había considerado a Dios como el objetivo y el fin de todos sus pensamientos y deseos.

miércoles, 5 de octubre de 2011

DOMINGO DE HELION - EL SANTO ROSARIO


UN JOVEN INQUIETO: El creador de nuestro actual rosario fue un polaco. Un extraordinario personaje, Domingo Helion. Nació cerca de Gdansk, en la costa, en el año 1382. Pasó a la historia con el nombre de Domingo de Prusia, porque en aquella época toda la costa pertenecía a Alemania. Él mismo escribió su autobiografía en su «Liber Experientiarum», el libro de sus experiencias. Nació en una humilde pero honrada familia ribereña. Su padre era pescador. Murió cuando él era niño dejándole huérfano. Su madre, buscando algo mejor para su hijo que parecía bien dotado, lo envió a Gdansk a servir en casa de cierto predicador. Éste le enseñó el alfabeto y el padrenuestro y le inició en la devoción al la Virgen. Siendo aún muy jovencillo hizo un voto a la Virgen, que luego sin embargo se olvidaba de cumplir bien: «Santa María -le dijo a la Virgen-, ayúdame a estudiar mucho para que pueda llegar a ser sacerdote». Con todo, no cumplió su promesa pero en medio de sus juergas y aventuras siempre le quedaba una voz interior que le llamaba. En un momento de arrebato se decidió a ingresar en la cartuja de Praga, pero al poco estaba de nuevo en Cracovia practicando magia negra para ganarse la vida. En su desorden, de pronto era capaz de dar de una todo su dinero en limosna. Marchó a estudiar a la universidad de Cracovia, donde en vez de estudiar se dedicó por desgracia a llevar una vida perdida jugando a los dados y bebiendo cerveza. En cierta ocasión, entró Domingo en una iglesia para pedir perdón por sus muchos pecados y desvaríos. ¿Sería quizá en Cracovia la famosísima basílica de la Virgen que en aquella época justamente estaba prácticamente concluida y que se alza hoy maravillosa en la grandiosa plaza del Rynek? El caso es que allí se le acercó una mendiga envuelta en una pobre capa azul pidiéndole una limosna. Le dio Domingo su última moneda. La vieja le prometió allí mismo que aquella moneda dada sería la redención de sus pecados. Mucho más tarde Domingo reconocería que en los rasgos de la vieja mendiga que se le había acercado a la misma Madre de Dios, fiel a la alianza contraída con aquel niño de Gdansk. Inmediatamente comprendió que no le quedaba más remedio que entregarse por completo a su vocación e ingresó en la más severa de las órdenes monásticas, en la cartuja de Tréveris, en Alemania, junto al río Mosela. La copia más antigua de su manuscrito autobiográfico se encuentra actualmente el Biblioteca de la ciudad de Tréveris.

LA GENIALIDAD DE UN NOVICIO CARTUJO: De todos modos, a pesar de ser bastante joven, Domingo de Helion se consideraba ya acabado, sin fuerzas para seguir viviendo, sintiéndose al final de su vida. Pero en la cartuja de Tréveris la Providencia le hizo encontrarse con un extraordinario y valiosísimo prior, Adolfo de Essen, un alemán, que inmediatamente se percató de la valía interior de aquel muchacho atolondrado y que tanto había sufrido ya en la vida. En efecto, el novicio estaba tan acabado que se sentía incapaz de hacer la meditación. Ni siquiera de rezar con sentido una sola avemaría.

Su maestro y guía solía por aquella época justamente rezar una cierta forma de rosario al que había tomado afición. No era nuestro actual rosario. No tenía ni Credo ni Gloria, ni las avemarías tenían aún una segunda parte de súplica, ni había misterios, ni nada por el estilo. Era más bien el rosario de la Leyenda del Caballero. Simplemente la repetición de las cincuenta avemarías. Pero el prior había escrito incluso un librito sobre esta devoción, que había dedicado a una buena amiga suya que estaba pasando por un momento muy difícil de su vida, Margarita de Baviera. Adolfo, pensando ayudar a Domingo, le entregó el librillo, advirtiéndole que no hay nadie que repitiendo cada día las cincuenta avemarías al cabo de un año no haya podido cambiar completamente su vida. Así pues Domingo empezó con la práctica que su buen padre y consejero le había recomendado. Al poco tiempo, sin embargo, empezó a cansarse, pues le resultaba inútil y bastante aburrido. Se encontraba completamente desanimado. Para muchos esta dificultad es complicada de vencer. Pero él consiguió encontrar el modo de convertir esta dificultad en una gracia, como suele suceder con los genios. En aquella época precisamente el prior Adolfo estaba escribiendo otro librillo de meditaciones de la vida de Cristo. Le entregó a Domingo su nueva obra sobre la Vida de Jesús, y ahí tenemos a nuestro novicio con un libro en cada mano y un montón de resistencia a la plegaria en el corazón. ¿Y qué se le ocurrió hacer? Una síntesis providencial, juntando la repetición de las avemarías con la meditación de la vida de Cristo, de forma originalísima. En efecto, al final de cada avemaría, al llegar a la palabra Jesús, fue añadiendo una a una breves cláusulas meditativas correspondientes a los diversos momentos de la vida de Cristo. Un ejemplo: Dios te salve, María. Llena eres de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es fruto de tu vientre, JESÚS, - al que por el anuncio del ángel concebiste del Espíritu Santo. Amén. Luego, a cada una de las siguientes avemarías iba añadiendo otras cláusulas distintas, desde la concepción hasta la muerte y resurrección del Señor. Y así hasta cincuenta, de modo que de pronto el rosario empezó a tener un contenido meditativo variadísimo y riquísimo, guardando sin embargo una misma estructura repetitiva fija. Se trata ya de un verdadero rosario en el sentido actual de la palabra. De este modo Domingo compuso cincuenta cláusulas con las que iba recitando las avemarías haciendo lentamente una admirable meditación de los misterios de la vida de Cristo. Se encerraba en la soledad de su celda. Se ponía a rezar con toda calma cada avemaría, susurrando luego cada cláusula, guardando un instante de silencio meditativo para saborear la escena evangélica evocada. Luego pasaba a la siguiente, y a la siguiente, y a la siguiente hasta terminar todo su recorrido espiritual. La recitación de su rosario podía llevarle por lo menos una hora, porque era un verdadero ejercicio de meditación. Aquella meditación hecha junto a María le daba una increíble capacidad de profundización en los misterios de Cristo y traía al alma de aquel agitado novicio una nueva y bellísima paz de espíritu. El alma de Domingo empezó a sentirse cerca de Dios y una nueva felicidad empezó a colmarle. Por fin y después de una larga lucha podía encontrar en la oración un gran consuelo.