martes, 16 de agosto de 2011

BEATA ANA MARIA TAIGI AÑO 1867

Durante el siglo XIX una de las mujeres más populares y de mayor fama de santidad en Roma, fue Ana María Taigi, una sirvienta, esposa de un obrero.

Nació en 1729 en Siena (Italia). Su padre quedó en la más absoluta pobreza y se fue a vivir a Roma. La pusieron unos meses en la escuela, pero luego llegó una epidemia de viruela y cerraron la escuela. Ella medio aprendió a leer, pero no aprendió a escribir. Apenas medio garrapateaba su firma y nada más. Su familia vivía en una mísera casucha en un barrio pobre de Roma. El papá consiguió trabajo como obrero.

Su padre desahogaba el mal genio que le producía su extrema pobreza, insultándola sin compasión. La mamá también la humillaba frecuentemente, y a la pobre muchacha no le quedaba otro remedio que callar y ofrecer todo por amor a Dios.

Aprendió a hacer costuras, y trabajando en el almacén de dos señoras fabricaba ropa de señora, y así ayudaba a conseguir la alimentación para su familia. Y aunque sus padres, que en vez de conformarse con sus suerte, eran cada día más irascibles y la trataban con extrema dureza, ella tenía siempre la sonrisa en los labios, tratando de alegrar un poco la amargada vida de su hogar. Su mayor consuelo y alegría los encontraba en la oración.

Un día en la casa donde trabajaba su padre, le avisaron que quedaba vacante un puesto de sirvienta, y él llevó para allí a Ana María. Poco después la mamá fue admitida allí también como sirvienta, y así la familia tuvo ya una habitación fija y la alimentación segura. Ana María era una excelente trabajadora y todos en la casa quedaron muy contentos del modo tan exacto como cumplía sus labores.

Cuando Ana tenía 20 años y era una joven muy hermosa, empezó a encontrarse cada semana con un obrero de 28 años llamado Domingo Taigi que venía a traer mercado a la familia donde ella trabajaba. Se enamoraron y se casaron. El era tosco, malgeniado, y duro de carácter, pero buen trabajador, y ella lo irá transformando poco a poco en un buen cristiano. En su matrimonio tuvieron siete hijos.

Un día en que Domingo y Ana María fueron a visitar la Basílica de San Pedro, un santo sacerdote, el padre Angel, sintió que cuando ella pasaba por frente a él, una voz en la conciencia le decía: "Fíjese en esa mujer. Dios se la va a confiar para que la dirija espiritualmente. Trabaje por su conversión, que está destinada a hacer mucho bien". El padre grabó bien la imagen de Ana, pero ella se alejó sin saber aquello que había sucedido.

Y he aquí que nuestra santa empezó a sentir un deseo inmenso de encontrar algún buen sacerdote que la dirigiera espiritualmente, para poder llegar a la santidad. Estuvo en varios templos pero ningún sacerdote quería comprometerse a darle dirección espiritual. Además era una simple sirvienta analfabeta y llena de hijos.

Pocas esperanzas podía dar una mujer de tal clase.

Pero un día al llegar a un templo vio a un padre confesando y se fue a su confesionario. Era el padre Angel, el cual al verla llegar le dijo:

"Por fin ha venido, buena mujer. La estaba aguardando. Dios la quiere guiar hacia la santidad. No desatienda esta llamada de Dios". Y le contó las palabras que había escuchado el día que la vio por primera vez en la Basílica de San Pedro.

Desde entonces empieza para Ana María una nueva vida espiritual. Bajo la dirección espiritual del padre Angel comienza a llevar una vida de oración y penitencia, pero por consejo de su director espiritual deja de hacer ciertas penitencias que le hacían daño para la salud y se dedica a cumplir aquel viejo lema: "La mejor penitencia es la paciencia". En pleno verano bajo el calor más ardiente, hace el sacrificio de no tomar bebidas refrescantes. Demuestra gran paciencia cuando su marido estalla en arranques de mal genio. Madruga para tener todo listo para sus hijitos que van a estudiar, y se dedica con todo el esmero posible a educarlos lo mejor posible. Sufre con admirable paciencia las burlas de muchas personas que la tildan de "beata" y "besaladrillos", etc.

Y sucede entonces algo muy especial. Ana María empieza a ver el futuro en medio de un globo de fuego que se le aparece. Y a su casa llegan a consultarle personas de todas las clases sociales. Cardenales, sacerdotes, obreros y gente de las más diversas profesiones. A unos anuncia lo que les va a suceder y a otros lo que ya les sucedió. Y a todos da admirables consejos, ella que ni siquiera sabe firmar.

Domingo Taigi dejó escrito: "Cuando llegaba a mi casa la encontraba llena de gente desconocida que venía a consultar a mi mujer. Pero ella tan pronto me veía, dejaba a cualquiera, aunque fuera un monseñor o una gran señora y se iba a atenderme, y a servirme la comida, y a ayudarme con ese inmenso cariño de esposa que siempre tuvo para conmigo. Para mí y para mis hijos, Ana María era la felicidad de la familia. Ella mantenía la paz en el hogar, a pesar de que éramos bastantes y de muy diversos temperamentos. La nuera era muy mandona y autoritaria y la hacía sufrir bastante, pero jamás Ana María demostraba ira o mal genio. Hacía las observaciones y correcciones que tenía que hacer, pero con la más exquisita amabilidad. A veces yo llegaba a casa cansado y de mal humor y estallaba en arrebatos de ira, pero ella sabía tratarme de tal manera bien que yo tenía que calmarme al muy poco rato. Cada mañana nos reunía a todos en casa para una pequeña oración, y cada noche nos volvía reunir para la lectura de un libro espiritual. A los niños los llevaba siempre a la Santa Misa los domingos y se esmeraba mucho en que recibieran la mejor educación posible".

Para llevarla a la santidad, Dios le permitió muy fuertes sufrimientos, que ella ofrecía siempre por la conversión de los pecadores. Por meses y años tuvo que sufrir una gran sequedad espiritual y angustias interiores. Antes de morir padeció siete meses de dolorosa agonía. Y a pesar de todo su eterna sonrisa no desaparecía de sus labios. Sufrió la pena de ver morir a cuatro de sus siete hijos. Además tuvo que sufrir por las calumnias y murmuraciones de la gente.

De varias personas anunció la fecha en que iban a morir y se cumplió exactamente. Anunció también graves peligros y males que iban a llegar a la Santa Iglesia Católica y en verdad que llegaron. Pidió a Dios y obtuvo de El que mientras que ella viviera no llegara la peste del tifo negro a Roma. Y así sucedió. A los ocho días de su muerte llegó a Roma la terrible peste.

A veces tiene que sufrir por ciertas gracias de Dios. Como aquel día que asiste a la Misa con una ilusión grande de comulgar. Ya estaba el sacerdote con el copón cara al pueblo para distribuir la Comunión, cuando se le escapa al sacerdote la Sagrada Hostia que tiene entre los dedos y, pasando por encima de todos los asistentes, va a posarse en los labios de Ana María. El sacerdote se enoja, acaba la Misa con precipitación y angustia, y ya en la sacristía: ¡Me voy ahora mismo a denunciar a esa bruja o hechicera ante la Autoridad de la Iglesia! Costó convencerle de que Ana María era una santa mujer y que le había tocado a él ser testigo de un milagro tan bello de Jesús, que parecía estar impaciente por meterse cuanto antes en el pecho de su querida amiga....

No faltó a nuestra santa el don de milagros. Caminaba un día por la calle cuando se precipitó una fuerte tormenta. Para librarse del aguacero, entra en la primera casa conocida que encuentra abierta. Y le dice la dueña: ¡Entre, entre y quédese aquí! Tenemos una enferma que está en la agonía. Ya ha recibido los santos Sacramentos. Ana María pide ver a la moribunda, le pone la mano en la cabeza, mientras le dice con fe profunda: El poder del Padre, la sabiduría del Hijo y el amor del Espíritu Santo te libren de todo mal. Amén. Se vuelve Ana María a la dueña, y le asegura: La gracia está concedida. Quédense tranquilos. Adiós... El caso es que al cabo de poco la agonizante empezaba a hablar, pedía le dieran de comer y se levantaba del lecho sana y salva.

Ana María suspiraba por un convento, pero Dios la quiso santa en el seno del hogar, allí en Roma, en el centro de la cristiandad. El Papa, sabedor de la virtud de María, le concedió la gracia de tener oratorio privado en su casa. Humilde empleada doméstica primero; señora después de su casa, sencilla pero algo acomodada; esposa amantísima y abnegada; madre de numerosa familia; consejera de príncipes, de prelados y de santos igual que de gente humilde; colmada de dones divinos, porque se da a una oración continua y a una intensa unión con Jesús en la Eucaristía...

lunes, 15 de agosto de 2011

Tu cuerpo es santo y sobremanera glorioso, Madre de Dios.


Pío XII, papa

De la constitución apostólica Munificentíssimus Deus (ASS 42[1950], 760-762.767-769)

Los santos Padres y grandes doctores, en las homilías y disertaciones dirigidas al pueblo en la fiesta de la Asunción de la Madre de Dios, hablan de este hecho como de algo ya conocido y aceptado por los fieles y lo explican con toda precisión, procurando, sobre todo, hacerles comprender que lo que se conmemora en esta festividad es no sólo el hecho de que el cuerpo sin vida de la Virgen María no estuvo sujeto a la corrupción, sino también su triunfo sobre la muerte y su glorificación en el cielo, a imitación de su Hijo único Jesucristo.

Y, así, san Juan Damasceno, el más ilustre transmisor de esta tradición, comparando la asunción de la santa Madre de Dios con sus demás dotes y privilegios, afirma, con elocuencia vehemente:

«Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda criatura como Madre y esclava de Dios».

Según el punto de vista de san Germán de Constantinopla, el cuerpo de la Virgen María, la Madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la peculiar santidad de su cuerpo virginal:

«Tú, según está escrito, te muestras con belleza; y tu cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta».

Otro antiquísimo escritor afirma:

«La gloriosísima Madre de Cristo, nuestro Dios y salvador, dador de la vida y de la inmortalidad, por él es vivificada, con un cuerpo semejante al suyo en la incorruptibilidad, ya que él la hizo salir del sepulcro y la elevó hacia sí mismo, del modo que el solo conoce».

Todos estos argumentos y consideraciones de los santos Padres se apoyan, como en su último fundamento, en la sagrada Escritura; ella, en efecto, nos hace ver a la santa Madre de Dios unida estrechamente a su Hijo divino y solidaria siempre de su destino.

Y, sobre todo, hay que tener en cuenta que, ya desde el siglo segundo, los santos Padres presentan a la Virgen María como la nueva Eva asociada al nuevo Adán, íntimamente unida a él, aunque de modo subordinado, en la lucha contra el enemigo infernal, lucha que, como se anuncia en el protoevangelio, había de desembocar en una victoria absoluta sobre el pecado y la muerte, dos realidades inseparables en los escritos del Apóstol de los gentiles. Por lo cual, así como la gloriosa resurrección de Cristo fue la parte esencial y el último trofeo de esta victoria, así también la participación que tuvo la santísima Virgen en esta lucha de su Hijo había de concluir con la glorificación de su cuerpo virginal, ya que, como dice el mismo Apóstol: Cuando esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria».

Por todo ello, la augusta Madre de Dios, unida a Jesucristo de modo arcano, desde toda la eternidad, por un mismo y único decreto de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen integérrima en su divina maternidad, asociada generosamente a la obra del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, alcanzó finalmente, como suprema coronación de todos sus privilegios, el ser preservada inmune de la corrupción del sepulcro y, a imitación de su Hijo, vencida la muerte, ser llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, para resplandecer allí como reina a la derecha de su Hijo, el rey inmortal de los siglos.

jueves, 11 de agosto de 2011

VENIDOS DEL MAS ALLA

¿CUAL ES TU PUESTO EN EL CIELO?

A fines del año 1413, mientras en Roma la señora Francesca de Ponziani pasaba casi todas las noches en oración, como lo hacía con frecuencia, una luz extraordinaria invadió la habitación y de improviso se le apareció el hijo de nueve años, Giovanni Evangelista, muerto santamente hacía poco tiempo.

Tenia el mismo traje, la misma estatura, las mismas actitudes, la misma fisonomía de cuando estaba vivo, pero – subrayan todos los historiadores – su belleza era incomparablemente superior. Evangelista no estaba solo. Otro jovencito de la misma edad, aunque de aspecto más resplandeciente, estaba a su lado...”.

Su primer movimiento fue el de abrazar al hijo y hacerle preguntas: “¿Estás bién, querido hijo? Cuál es tu puesto en los cielos? ¿Qué haces? ¿Te acuerdas de tu madre?”.

Extendió los brazos para estrecharlo, y él no se sustrajo a su ternura. Mirándola con una dulce sonrisa le dijo: “Nuestra única ocupación es la de contemplar el abismo infinito de la bondad divina, de alabar y bendecir su majestad (Dios) con un profundo respeto, una gran alegia y un amor perfecto. Como todos estamos absortos en Dios (...) no podemos sentir ningún dolor, gozamos de una paz eterna, no podemos querer y no queremos sino lo que sabemos que agrada a Dios, y ésta es toda nuestra felicidad”.

Luego le dijo que se hallaba en el coro de la jerarquía menos elevada, en el coro de los arvángeles, y que el compañero que aparecía con él era un arcángel, a quien Dios enviaba hacia ella para su consuelo, con el fin de que permaneciera con ella todo el resto de su vida, siempre visible a los ojos del cuerpo.

Después de una hora de coloquio, Evangelista desapareció y el ángel se quedó.

Berthem-Bonto, Santa Francesca Romana e il suo tempo.

SEI, TORINO, 1943. p. 135-337.

ROSA ME HABLÓ

Luisa de Serrano y Rosa de Flores, amigas íntimas, se habían intercambiado la promesa de darle el aviso después de la muerte. Rosa fue la primera en morir. Mientras Luisa reposaba en casa de sus padres, fue despertada por una luz extraordinaria que llenó su habitación. Vio a la amiga que subía al cielo con un acompañamiento festivo que nos es difícil imaginar.

La vidente manifestó este hecho a doctos teólogos de Lima (Perú); y éstos, después de haber estudiado bien el asunto, declararon que no se trataba de ilusión.

También el doctor Juan de Castilla declaró con juramento que Rosa se le había aparecido radiante de belleza y revestida con el hábito dominicano (había sido terciaria dominica en casa). Sobre sus vestiduras estaban esparcidas rosas blancas y rojas, tenía en la mano un ramo de lirios y unos rayos luminosos partían de su rostro y de las flores que tenía en la mano.

“Rosa me habló con dulzura, dijo él, me hablo de la felicidad de la que goza, pero no encuentro expresiones para narrar lo que me dio a entender”.

A. L. Masson, Santa Rosa da Lima.

Venecia. 1932. p. 243-254.

CATALINA TEKAKWITHA

Nació en una tribu de los iroqueses (Indios de América del Norte) en el siglo XVII. Vivió tan sólo veinticuatro años. Fue bautizada cuatro o seis años antes de su muerte, acaecida en 1680. Llevó una vida santa hasta merecer ser elevada a la gloria de los beatos.

Seis días después de la muerte de Catalina, el lunes de Pascua, a una persona viruosa, digna de fe, mientras estaba en oración, se le apareció la joven difunta y radiante de gloria, en una actitud majestuosa, con rostro resplandeciente, elevada hacia el cielo como en éxtasis.

Esta visión maravillosa estuvo acompañada de tres circunstancias que la hicieron aún más admirable: en primer lugar, duró dos horas intensas, y esta persona tuvo toda la comodidad de completarla con gran alegría, pues Catalina quiso mostrar con este favor insigne su gratitud por los grandes beneficios recibidos cuando vivía. Además, esta misma aparición estuvo acompañada por varias profecías, y por señales simbólicas, profecías que en parte se han verificado y en parte están por cumplirse...

Ocho días después del deceso de Catalina, ella se apareció también a Anastasia (su buena madre espiritual). Aquella ferviente cristiana, después de que todos se habían retirado a sus moradas, se quedó orando esa noche, y luego se retiró ella también oprimida por el sueño para descansar. Pero apenas cerró los ojos fue despertada por una voz que decía: “Madre mía, levantaos”. Ella reconoció la voz de Catalina, y de inmediato, lejos de tener miedo, se levantó y se sentó, volviéndose hacia el lado de donde venía la voz, vio a Catalina resplandeciente de luz... Llevaba en la mano una cruz aún más resplandeciente que todo el resto.

“Yo la vi, sigue narrando la vidente, muy claramente en esta aparición, y ella me dirigió estas palabras que yo escuche con mucha claridad: “¡Madre mía, mire esta cruz! ¡Cuán hermosa es! Ella fue toda mi felicidad durante mi vida y yo le aconsejo que se elabore también la suya!”.

Después de estas palabras desapareció dejando a su madre colmada de alegría y el espíritu lleno de esta visión, que después de muchos años conserva en su memoria tan fresca como el primer día.

Catalina se apareció de nuevo a su compañera un día en que ésta se hallaba sola en su choza. Se sentó junto a ella en la estera, la reprendió por algunas cosas y después de darle algunos avisos para su conducta, se retiró.

De los procesos para la beatificación.


EXTRAIDO DE:

VENIDOS DEL MAS ALLÁ

GUISEPPE PASQUALI

martes, 2 de agosto de 2011

CRECIMIENTO ESPIRITUAL


El cristiano niño

El que aún es niño en Cristo es, pues, un cristiano principiante y carnal. Vive más a lo humano que a lo cristiano; es decir, sus movimientos espontáneos proceden del alma humana, y todavía experimenta en sí mismo la acción del Espíritu Santo como la de un principio extrínseco y en cierto modo violento. Ya en los capítulos sobre la santidad y sobre la perfección hemos tratado de estos temas. Ahora lo haremos brevemente para relacionar distintos aspectos considerados en diversos capítulos.

El cristiano niño y carnal tiene virtudes iniciales y una caridad imperfecta, y por eso vive más el Evangelio como un temor que como un amor. Trata de cumplir las leyes, pero como apenas posee su espíritu, le pesan, y experimenta la vida cristiana sobre todo como un gran sistema de obligaciones de conciencia. Sus oraciones, escasas y laboriosas, son activas -vocales, meditativas etc.-,y en ellas apenas logra conciencia de estar con Dios. Después, en la vida ordinaria, vive normalmente sin acordarse de la presencia del Señor.
El cristiano niño, todavía carnal, tiene tendencias contrarias al Espíritu, a veces fuertes, y lucha contra el pecado mortal -de otros pecados menores no hace mucho caso-. No tiene apenas celo apostólico, ni está en situación de ejercitarlo. Siente filias y fobias, sufre un considerable desorden interior, carece de un discernimiento fácil y seguro, y como está empeñado en duras luchas personales -fase purificativa- experimenta la vida en Cristo como algo duro y fatigoso. Todo ello le fuerza a ejercitar sus virtudes, en ocasiones, con actos intensos. Y así va creciendo en la gracia divina -va creciendo, por supuesto, si es fiel-.
Algunos cristianos hay que son crónicamente niños, no crecen, son como niños anormales. No pasan bien la crisis de la adolescencia, no llegan a esa segunda conversión que está en el paso de principiantes -vida purificativa- a adelantados -vida iluminativa-. Abusan de la gracia divina, descuidan la fidelidad en las cosas pequeñas, dejan bastante la oración y los sacramentos, no entran en la verdadera abnegación de sí mismos, no acaban de tomar la cruz de Cristo para seguirle cada día. Son, como dice Garrigou-Lagrange, almas retardadas (Las tres edades, p.II, cp.20).

El cristiano joven

Es joven en Cristo el cristiano adelantado (los términos antiguos de aprovechado o proficiente hoy no se entienden bien). Este tiene ya virtudes bastante fuertes, frecuentemente asistidas por los dones del Espíritu Santo. Lucha sinceramente contra el pecado venial, cumple la ley con relativa facilidad, va cobrando fuerza apostólica, su oración viene a tener modos semipasivos -vía iluminativa-, y suele estar bastante viva durante la vida ordinaria. Al tener en buena parte «la casa sosegada», al haber superado los apegos y desórdenes internos de mayor fuerza, va viviendo a Cristo con mucha más libertad espiritual y más alegría.
De entre las personas de vida cristiana verdadera, no son pocas las que llegan a esta edad espiritual. Santa Teresa dice: «Conozco muchas almas que llegan aquí; y que pasen de aquí, como han de pasar, son tan pocas que me da vergüenza decirlo» (Vida 15,5).

El cristiano adulto

Adulto en Cristo, es decir, cristiano espiritual y perfecto, puede llamarse a aquél que, con la gracia de Dios, ha ido hasta el final por el camino de la perfección evangélica. Este se ve habitualmente iluminado y movido por el Espíritu Santo. Cuando piensa en fe y actúa en caridad, es decir, cuando vive cristianamente, obra ya espontáneamente, desde sí mismo, o mejor, desde el Espíritu de Jesús, que ahora experimenta en sí como su principio vital intrínseco. Acrecido el amor de la caridad, quedó ya fuera de él el temor.
Este cristiano adulto está ahora sobre la ley, y es el que mejor la cumple. Está libre del mundo y de sí mismo, en perfecta abnegación, y vive habitualmente en Dios, con Dios, desde Dios y para Dios. Ahora es cuando se ha hecho plena su unión con Dios -fase unitiva-, y cuando sus virtudes son constantemente asistidas y perfeccionadas por los dones del Espíritu Santo. Es ahora cuando el cristiano, libre de apegos, de pecados, de filias y de fobias, configurado a Cristo paciente y glorioso, alcanza ante el Padre su plena identidad filial, entra de lleno en la alta contemplación mística y pasiva, y se hace radiante y eficaz en la actividad apostólica.