jueves, 23 de agosto de 2012

EL PECADO MORTAL



 Los pecadores. Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre este mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón. Estos desgraciados son «almas tullidas - dice Santa Teresa - que, si no viene el mismo Señor a mandarlas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro». En gran peligro están en efecto de eterna condenación. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte será espantosa para toda la eternidad. El pecado mortal habitual tiene ennegrecidas sus almas de tal manera, que «no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más» 2. Afirma Santa Teresa que, si entendiesen los pecadores cómo queda un alma cuando peca mortalmente, «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones». Sin embargo, no todos los que viven habitualmente en pecado han contraído la misma responsabilidad ante Dios. Podemos distinguir cuatro clases de pecados, que señalan otras tantas categorías de pecadores, de menor a mayor:

a) Los PECADOS DE IGNORANCIA. No nos referimos á una ignorancia total e invencible que eximiría enteramente del pecado, sino al resultado de una educación antirreligiosa o del todo indiferente, junto con una inteligencia de muy cortos alcances y un ambiente hostil o alejado de toda influencia religiosa. Los que viven en tales situaciones suelen tener, no obstante, algún conocimiento de !a malicia del pecado. Se dan perfecta cuenta de que ciertas acciones que cometen con facilidad no son rectas moralmente. Acaso sienten, de vez en cuando, las punzadas del remordimiento. Tienen, por lo mismo, suficiente capacidad para cometer a sabiendas un verdadero pecado mortal que los aparte del camino de su salvación. Pero al lado de todo esto es preciso reconocer que su responsabilidad está muy atenuada delante de Dios. Si han conservado el horror a lo que les parecía más injusto o pecaminoso; si el fondo de su corazón, a pesar de las flaquezas exteriores, se ha mantenido recto en lo fundamental; si han practicado, siquiera sea rudimentariamente, alguna devoción a la Virgen aprendida en los días de su infancia; si se han abstenido de atacar a la religión y sus ministros, y sobre todo, si a la hora de la muerte aciertan a levantar el corazón a Dios llenos de arrepentimiento y confianza en su misericordia, no cabe duda que serán juzgados con particular benignidad en el tribunal divino. Si Cristo nos advirtió que se le pedirá mucho a quien mucho se le dio (Le. 12,48), es justo pensar que poco se le pedirá a quien poco recibió. Estos tales suelen volverse a Dios con relativa facilidad si se les presenta ocasión oportuna para ello. Como su vida descuidada no proviene de verdadera maldad, sino de una ignorancia profundísima, cualquier situación que impresione fuertemente su alma y les haga entrar dentro de sí puede ser suficiente para volverlos a Dios. La muerte de un familiar, unos sermones misionales, el ingreso en un ambiente religioso, etc., bastan de ordinario para llevarles al buen camino. De todas formas, suelen continuar toda su vida tibios e ignorantes, y el sacerdote encargado de velar por ellos deberá volver una y otra vez a la carga para completar su formación y evitar al menos que vuelvan a su primitivo estado.

b) Los PECADOS DE FRAGILIDAD. Son legión las personas suficientemente instruidas en religión para que no se puedan achacar sus desórdenes a simple ignorancia o desconocimiento de sus deberes. Con todo, no pecan tampoco por maldad calculada y fría. Son débiles, de muy poca energía y fuerza de voluntad, fuertemente inclinados a los placeres sensuales, irreflexivos y atolondrados, llenos de flojedad y cobardía. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, «quisieran» ser uno de ellos, pero les falta el coraje y la energía para serlo en realidad. Estas disposiciones no les excusan del pecado; al contrario, son más culpables que los del capítulo anterior, puesto que pecan con mayor conocimiento de causa. Pero en el fondo son más débiles que malos. Él encargado de velar por ellos ha de preocuparse, ante todo, de robustecerlos en sus buenos propósitos, llevándolos a la frecuencia de sacramentos, a la reflexión, huida de las ocasiones, etc., para sacarlos definitivamente de su triste situación y orientarlos por los caminos del bien.

c) Los PECADOS DE FRIALDAD E INDIFERENCIA. - Hay otra tercera categoría de pecadores habituales que no pecan por ignorancia, como los del primer grupo, ni les duele ni apena su conducta, como a los del segundo. Pecan a sabiendas de que pecan, no precisamente porque quieran el mal por el mal o sea, en cuanto ofensa de Dios, sino porque no quieren renunciar a sus placeres y no les preocupa ni poco ni mucho que su conducta pueda ser pecaminosa delante de Dios. Pecan con frialdad, con indiferencia, sin remordimientos de conciencia o acallando los débiles restos de la misma para continuar sin molestias su vida de pecado. La conversión de estos tales se hace muy difícil. La continua infidelidad
a las inspiraciones de la gracia, la fría indiferencia con que se encogen de hombros ante los postulados de la razón y de la más elemental moralidad, el desprecio sistemático de los buenos consejos que acaso reciben de los que les quieren bien, etc., etc., van endureciendo su corazón y encalleciendo su alma, y sería menester un verdadero milagro de la gracia para volverlos al buen camino. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte eterna será deplorable. El medio quizá más eficaz para volverlos a Dios sería conseguir de ellos que practiquen una tanda de ejercicios espirituales internos con un grupo de
personas afines (de la misma profesión, situación social, etc.). Aunque parezca extraño, no es raro entre esta clase de hombres la aceptación «para ver qué es eso» de una de esas tandas de ejercicios, sobre todo si se lo propone con habilidad y cariño algún amigo íntimo. Allí les espera con frecuencia  la gracia tumbativa de Dios. A veces se producen conversiones ruidosas, cambios radicales de conducta, comienzo de una vida de piedad y de fervor en los que antes vivían completamente olvidados de Dios. El sacerdote que haya tenido la dicha de ser el instrumento de las divinas misericordias deberá velar sobre su convertido y asegurar, mediante una sabia y oportuna dirección espiritual, el fruto definitivo y permanente de aquel retorno maravilloso a Dios. Algo parecido a esto suele ocurrir en los admirables «cursillos de cristiandad».

d) Los PECADOS DE OBSTINACIÓN Y DE MALICIA. Hay, finalmente, otra cuarta categoría de pecadores, la más culpable y horrible de todas. Ya no pecan por ignorancia, debilidad o indiferencia, sino por refinada malicia y satánica obstinación. Su pecado más habitual es la blasfemia, pronunciada precisamente por odio contra Dios. Acaso empezaron siendo buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco; sus malas pasiones, cada vez más satisfechas, adquirieron proporciones gigantescas, y llegó un momento en que se consideraron definitivamente fracasados. Ya en brazos de la desesperación vino poco después, como una consecuencia inevitable, la defección y apostasía. Rotas las últimas barreras que les detenían al borde del precipicio, se lanzan, por una especie de venganza contra Dios y su propia conciencia, a toda clase de crímenes y desórdenes. Atacan fieramente a la religión  de la que acaso habían sido sus ministros, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, ingresan en las sectas anticatólicas, propagando sus doctrinas malsanas con celo y ardor inextinguible, y, desesperados por los gritos de
su conciencia que chilla a pesar de todo, se hunden más y más en el pecado. Es el caso de Juliano el Apóstata, Lutero, Calvino, Voltaire y tantos otros menos conocidos, pero no menos culpables, que han pasado su vida pecando contra la luz con obstinación satánica, con odio refinado a Dios y a todo lo santo. Diríase que son como una encarnación del mismo Satanás. Uno de estos desgraciados llegó a decir en cierta ocasión: «Yo no creo en la existencia del infierno; pero si lo hay y voy a él, al menos me daré el gustazo de no inclinarme nunca delante de Dios». Y otro, previendo que quizá a la hora de la muerte le vendría del cielo la gracia del arrepentimiento, se cerró voluntariamente a cal y canto la posibilidad de la vuelta a Dios, diciendo a sus amigos y familiares: «Si a la hora de la muerte pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis; es que estaré delirando». La conversión de uno de estos hombres satánicos exigiría un milagro de la gracia mayor que la resurrección de un muerto en el orden natura! Es inútil intentarla por vía de persuasión o de consejo; todo resbalará como el agua sobre el mármol o producirá efectos totalmente contraproducentes. No hay otro camino que el estrictamente sobrenatural: la oración, el ayuno, las lágrimas, el recurso incesante a la Virgen María, abogada y refugio de pecadores. Se necesita un verdadero milagro, y sólo Dios puede hacerlo. No siempre lo hará a pesar de tantas súplicas y ruegos. Diríase que estos desgraciados han rebasado ya la medida de la paciencia de Dios y están destinados
a ser, por toda la eternidad, testimonios vivientes de cuan inflexible y rigurosa es la justicia divina cuando se descarga con plenitud sobre los que han abusado definitivamente de su infinita misericordia. Prescindamos de estos desgraciados, cuya conversión exigiría un verdadero milagro de la gracia, y volvamos nuestros ojos otra vez a esa muchedumbre inmensa de los que pecan por fragilidad o por
ignorancia; a esa gran masa de gente que en el fondo tienen fe, practican algunas devociones superficiales y piensan alguna vez en las cosas de su alma y de la eternidad, pero absorbidos por negocios y preocupaciones mundanas, llevan una vida casi puramente natural, levantándose y cayendo continuamente y permaneciendo a veces largas temporadas en estado de pecado mortal. Tales son la inmensa mayoría de los cristianos de «programa mínimo» (misa dominical, confesión anual, etc.), en los que está muy poco desarrollado el sentido cristiano, y se entregan a una vida sin horizontes sobrenaturales, en la que predominan los sentidos sobre la razón y la fe y en la que se hallan muy expuestos a perderse. ¿Qué se podrá hacer para llevar estas pobres almas a una vida más cristiana, más en armonía con las exigencias del bautismo y de sus intereses eternos? Ante todo hay que inspirarles un gran horror al pecado mortal. Para lograrlo, nada mejor, después de la oración, que la consideración de su gravedad y de sus terribles consecuencias. Escuchemos en primer lugar a Santa Teresa de Jesús: «No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más (habla del alma en pecado mortal)... Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así
en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria... Yo sé de una persona (habla de sí misma) a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones... ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal ? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús ¡Qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! Y las potencias, que son los alcaides
y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno! En fin, como a donde está plantado el árbol, que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? Oí una vez a un hombre espiritual que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin».

jueves, 28 de junio de 2012

EL PECADO VENIAL





EL PECADO VENIAL


Después del pecado mortal, nada hay que debamos evitar con más cuidado que el pecado venial. Aunque sea mucho menos horroroso que el mortal, está situado todavía en la línea del mal moral, que es el mayor de todos los males. Ante él palidecen y son como si no fueran todos cuantos males y desgracias de orden físico puedan caer sobre nosotros y aun sobre el universo entero. Ni la enfermedad ni la misma muerte se le pueden comparar. Y la ganancia de todas las riquezas del mundo y el dominio natural de la creación entera no podrían compensar la pérdida sobrenatural que ocasiona en el alma un solo pecado venial. Es preciso, pues, tener ideas claras sobre su naturaleza, clases, malicia
y lamentables consecuencias, con el fin de concebir un gran horror hacia él y poner en práctica todos los medios para evitarlo.

Naturaleza del pecado venial.—Es una de las cuestiones más difíciles que se pueden plantear en teología. Para nuestro propósito basta saber que, a diferencia del pecado mortal, se trata de una simple desviación, no de una total aversión del último fin; es una enfermedad, no la muerte del alma. El pecador que comete un pecado mortal es como el viajero que, pretendiendo llegar a un punto determinado, se pone de pronto completamente de espaldas a él y empieza a caminar en sentido contrario. El que comete un pecado venial, en cambio, se limita a hacer u n rodeo o desviación del recto camino, pero sin perder la orientación fundamental hacia el punto adonde se encamina.

División.—Se distinguen tres clases de pecad os veniales:

a) Por su propio género, o sea los que por su misma naturaleza no envuelven sino un leve desorden o desviación (v.gr., una pequeña mentira sin perjuicio para nadie).

b) Por parvedad de materia, o sea aquellos pecados que de suyo están gravemente prohibidos, pero que por la pequenez de la materia no envuelven sino un ligero desorden (v.gr., el robo de una pequeña moneda).

c) Por la imperfección del acto, o sea cuando faltan la plena advertencia o el pleno consentimiento en materias que con ellos serían de suyo graves (v.gr., pensamientos obscenos semi-advertidos o semi-deliberados).

La simple multiplicación de los pecados veniales, de suyo no los hace cambiar de especie. Mil pecados veniales no equivaldrían jamás a un solo pecado mortal. Sin embargo, un pecado venial podría convertirse en mortal por varios capítulos:

a) Por conciencia errónea o también seriamente dudosa acerca de la malicia grave de una acción que se ejecuta temerariamente.

b) Por su fin gravemente malo (como el que injuria levemente al prójimo con el fin de hacerle pronunciar una blasfemia).

c) Por peligro próximo de caer en pecado mortal si comete el venial (como el que se deja llevar un poco de la ira sabiendo que suele acabar injuriando gravemente al prójimo).

d) Por escándalo grave que ocasionará verosímilmente (como un sacerdote
que por simple curiosidad entrara en plena fiesta en una sala de baile
de mala fama).

e) Por desprecio formal de una ley que obliga levemente 10.

f) Por acumulación de materia que puede llegar a ser grave; v.gr., el que comete varios hurtos pequeños hasta llegar a materia grave: en el último comete pecado mortal (y ya en el primero si tenía intención de llegar poco a poco a la cantidad grave). «1-11,72,5. 9 Y así, v.gr., el que creyera erróneamente que una acción de suyo lícita es un pecado mortal, peca mortalmente si la comete. Y lo mismo el que duda seriamente si lo será o no: es preciso que salga de la duda (v.gr., estudiando, preguntando a un sacerdote, etc.) antes de lanzarse temerariamente a la acción. El desprecio se llama formal si recae sobre la autoridad misma, material si sobre otro aspecto diverso, v.gr., sobre la cosa mandada, que parece de poca importancia, etc. En el primer caso hay siempre un grave desorden si se hace con toda advertencia y deliberación contra la autoridad misma en cuanto tal.

 Malicia del pecado venial.—Es cierto que hay un abismo entre el pecado mortal y el venial. La Iglesia tiene condenada la siguiente proposición de Bayo: «No hay ningún pecado por su propia naturaleza venial, sino que todo pecado merece pena eterna» n . Con todo, el pecado venial constituye de suyo una verdadera ofensa contra Dios, una desobediencia voluntaria a sus leyes santísimas y una grandísima ingratitud a sus inmensos beneficios. Se nos pone delante, de un lado, la voluntad de Dios y su gloria, y de otro, nuestros gustos y caprichos, y ¡preferimos voluntariamente estos últimos! Es cierto que no los preferiríamos si supiéramos que nos iban a apartar radicalmente de Dios (y en esto se distingue el pecado venial del mortal, que salta por encima de todo y se aparta por completo de Dios volviéndole la espalda); pero es indudable que la falta de respeto y de delicadeza para con Dios es de suyo grandísima aun en
el pecado venial. Con razón escribe Santa Teresa: «Pecado muy de advertencia, por chico que sea, Dios nos libre de él. [Cuánto más que no hay poco, siendo contra una tan gran Majestad y viendo que nos está mirando! Que esto me parece a mí es pecado sobrepensado y como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi antojo y apetito que no vuestra voluntad. Y que en cosa de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece por leve que sea la culpa, sino mucho y muy mucho».
Tan grave es, en efecto, la malicia de u n pecado venial en cuanto ofensa de Dios, que no debería cometerse aunque con él pudiéramos sacar todas las almas del purgatorio y aun extinguir para siempre las llamas del infierno. Con todo, hay que distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad, cometidos por sorpresa o con poca advertencia y deliberación, y los que se cometen fríamente, dándose perfecta cuenta de que con ello se desagrada a Dios. Los primeros nunca los podremos evitar del todo 13, y Dios, que conoce muy bien el barro de que estamos hechos, se apiada fácilmente de nosotros. Lo único que cabe hacer con relación a esas faltas de pura fragilidad y flaqueza es tratar de disminuir su número hasta donde sea posible y evitar el desaliento, que sería fatal para el adelanto en la perfección y que supone siempre un fondo de amor propio más o menos disimulado. Escuchemos sobre este punto a San Francisco de Sales:

«Aunque es razón sentir disgusto y pesar de haber cometido algunas faltas, no ha de ser este disgusto agrio, enfadoso, picante y colérico; y así es gran defecto el de aquellos que, en viéndose encolerizados, se impacientan de su impaciencia misma y se enfadan de su mismo enfado... Créeme, Filotea, que así como a un hijo le hacen más fuerza las reconvenciones dulces y cordiales de su padre que no sus iras y enfados, así también, si nosotros reprendemos a nuestro corazón cuando comete alguna falta con suaves y pacíficas reconvenciones, usando más de compasión que de enojo y animándole a la enmienda, conseguiremos que conciba un arrepentimiento mucho más profundo y penetrante que el que pudiera concebir entre el resentimiento, la ira y la turbación... Cuando cayere, pues, tu corazón, levántale suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el conocimiento de tu miseria, sin admirarte de tu caída; pues ¿qué extraño es que la enfermedad sea enferma, y la flaqueza flaca, y la miseria miserable? Pero, sin embargo, detesta de todo corazón la ofensa que has hecho a Dios y, llena de ánimo y de confianza en su misericordia, vuelve a emprender el ejercicio de aquella virtud que has abandonado». Haciéndolo así, reaccionando prontamente contra esas faltas de fragilidad con un arrepentimiento profundo, pero lleno de mansedumbre, de humildad y confianza en la misericordia del Señor, apenas dejan huella en el alma y no representan un obstáculo serio en el camino de nuestra santificación. Pero cuando los pecados veniales se cometen fríamente, dándose perfecta cuenta, con plena advertencia y deliberación, representan un obstáculo insuperable para el perfeccionamiento del alma. Imposible dar un paso firme en el camino de la santidad. Esos pecados cometidos con tanta indelicadeza y desenfado contristan al Espíritu Santo, como dice San Pablo (Eph. 4,30), y paralizan por completo su actuación santificadora en el alma. Escuchemos al P. Lallemant:

«Uno se pasma al ver tantos religiosos que, después de haber vivido cuarenta y cincuenta años en gracia, diciendo misa todos los días y practicando todos los santos ejercicios de la vida religiosa y, por consiguiente, poseyendo todos los dones del Espíritu Santo en un grado físico muy elevado y correspondiente a esta suerte de perfección de la gracia que los teólogos llaman gradual, o de acrecentamiento físico; uno se pasma, digo, al ver que estos religiosos nada de los dones del.Espíritu Santo dan a conocer en sus actos y en su conducta; al ver que su vida es completamente natural; que, cuando se les reprende o se les disgusta, muestran su resentimiento; que manifiestan tanta solicitud por las alabanzas, por la estima y el aplauso del mundo, se deleitan en ello, aman y buscan sus comodidades y todo lo que halaga el amor propio. No hay por qué pasmarse; los pecados veniales que cometen continuamente tienen como atados los dones del Espíritu Santo; no es maravilla que no se vean en ellos los efectos. Es verdad que estos dones crecen juntamente con la caridad habitualmente y en su ser físico, mas no actualmente y en la perfección que responde al fervor de la caridad y que aumenta en nosotros el mérito, porque los pecados veniales, oponiéndose al fervor de la caridad, impiden la operación de los dones del Espíritu Santo. Si estos religiosos procuraran la pureza del corazón, el fervor de la caridad crecería en ellos más y más y los dones del Espíritu Santo brillarían en toda su conducta; pero jamás se les verá aparecer mucho, viviendo como viven sin recogimiento, sin atención a su interior, dejándose llevar y arrastrar de sus inclinaciones, no evitando sino los pecados más graves y descuidando las cosas pequeñas». Nos ayudará todavía a comprender la malicia del pecado venial deliberado la consideración de los lamentables efectos que trae consigo en esta vida y en la otra.

Efectos del pecado venial deliberado.—En esta vida.—Cuatro son—en esta vida—las principales consecuencias del pecado venial cometido con frecuencia y deliberadamente:

1.* Nos PRIVA DE MUCHAS GRACIAS ACTUALES que el Espíritu Santo tenía vinculadas a nuestra exactitud y fidelidad, destruidas por el pecado venial voluntario. Esta privación determinará unas veces la caída en una tentación que hubiéramos evitado con esa gracia actual de que hemos sido privados; otras, la negación de un nuevo avance en la vida espiritual; siempre, una disminución del grado de gloria eterna que hubiéramos podido alcanzar con la resistencia a aquella tentación o con aquel crecimiento espiritual. Sólo a la luz de la eternidad—cuando ya no haya remedio—nos daremos cuenta de que se trataba de un tesoro infinitamente superior al mundo entero. ¡Y lo perdimos alegremente por el antojo y capricho de cometer un pecado venial!

2.a DISMINUYE EL FERVOR DE LA CARIDAD y la generosidad en el servicio de Dios. Este fervor y generosidad supone un sincero deseo de la perfección y un esfuerzo constante hacia ella, cosas de] todo incompatibles con el pecado venial voluntario, que significa una renuncia al ideal de superación y una parada voluntaria en la lucha empeñada para ello.

3.a AUMENTA LAS DIFICULTADES PARA EL EJERCICIO DE LA VIRTUD.— Es una resultante de las dos consecuencias anteriores. Privados de muchas gracias actuales que necesitaríamos para mantenernos en el camino del bien y disminuido nuestro fervor y generosidad en el servicio de Dios, el alma se va debilitando poco a poco y perdiendo cada vez más energías. La virtud aparece más difícil, la cuesta que conduce a la cima resulta cada vez más escarpada, la experiencia de los pasados fracasos—de los que únicamente ella tiene la culpa—descorazonan al alma y, a poco que el mundo atraiga con sus seducciones y el demonio intensifique sus asaltos, lo echa todo a rodar y abandona el camino de la perfección y acaso se entrega sin resistencia al pecado. De donde:

4.a PREDISPONE PARA EL PECADO MORTAL.—Es afirmación clara del Espíritu Santo que «el que desprecia lo pequeño, poco a poco se precipitará» (Eccli. 19,1). La experiencia confirma plenamente el oráculo divino. Rara vez se produce la caída vertical de un alma llena de vida y pujanza sobrenaturales, por violento que sea el ataque de sus enemigos. Casi siempre, las caídas que dejan al alma maltrecha junto al polvo del camino se han ido preparando poco a poco. El alma ha ido cediendo terreno al enemigo, ha ido perdiendo fuerzas con sus imprudencias voluntarias en cosas que estimaba de poca monta, han ido disminuyéndose las luces e inspiraciones divinas, se han desmoronado poco a poco las defensas que guardaban la fortaleza de nuestra alma, y llega un momento en que el enemigo, con un furioso asalto, se apodera de la plaza. EN EL PURGATORIO.—La única razón de ser de las penas del purgatorio es el castigo y la purificación del alma. Todo pecado, además de la culpa, lleva consigo un reato de pena, que hay que satisfacer en esta vida o en la otra. El reato de pena procedente de los pecados mortales ya perdonados en cuanto a la culpa y el de los veniales perdonados o no en esta vida: he ahí el combustible que alimenta el fuego del purgatorio. «Todo se paga», decía Napoleón en Santa Elena; y en ninguna cosa se cumple mejor esta sentencia que en lo relativo a! pecado. Dios no puede renunciar a su justicia, y el alma tendrá que pagar hasta el último maravedí antes de ser admitida al goce beatífico. Y las penas que en el purgatorio tendrá que sufrir por esas faltas que ahora tan ligeramente comete calificándolas de «bagatelas», de «escrúpulos» y de peccata minuta exceden a las mayores que en este mundo se pueden sufrir. Lo dice expresamente Santo Tomás 17, y sus razones quedan plenamente confirmadas si tenemos en cuenta que las penas de esta vida, por terribles que sean, son de tipo puramente natural, mientras que las del purgatorio pertenecen al orden sobrenatural de la gracia y la gloria; hay un abismo entre ambos órdenes, y tiene que haberlo, por consiguiente, entre las penas correspondientes.

2.0 EN EL CIELO.—Los aumentos de gracia santificante de que el alma quedó privada en esta vida por la substracción de tantas gracias actuales en castigo de sus pecados veniales, tendrán una repercusión eterna. El alma tendrá en el cielo una gloria menor de la que hubiera podido alcanzar con un poco más de cuidado y fidelidad a la gracia y, lo que es infinitamente más lamentable todavía, glorificará, menos a Dios por toda la eternidad. El grado de gloria propio y de glorificación divina está en relación directa con el grado de gracia conseguido en esta vida. ¡Pérdida irreparable, que constituiría un verdadero tormento para los bienaventurados si fueran capaces de sufrir.

Medios de combatir el pecado venial.—Ante todo es menester concebir u n gran horror hacia él. N o daremos un solo paso firme y serio en el camino de nuestra santificación hasta que lo consigamos plenamente. Para ello nos ayudará mucho considerar despacio las razones que acabamos de exponer sobre su malicia y fatales consecuencias. Hemos de volver a la carga una y otra vez en la lucha contra el pecado venial, sin abandonarla un instante con el
pretexto de «tomar aliento». E n realidad, con esas paradillas y vacaciones en la vida de fervor y de vigilancia continua, quien «toma aliento» es el pecado, azuzado por nuestra indolencia y cobardía. Hay que ser muy fieles al examen de conciencia, general y particular; hemos de incrementar nuestro espíritu de sacrificio y de oración; hemos de guardar el recogimiento exterior e interior en la medida máxima que nos permitan las obligaciones del propio estado; hemos de recordar, en fin, el ejemplo de los santos, que se hubieran dejado matar antes que cometer un solo pecado venial deliberado. Cuando logremos arraigar en nuestra alma esta disposición de un modo permanente y habitual; cuando estemos dispuestos, con prontitud y facilidad, a practicar cualquier sacrificio que sea necesario para evitar un pecado venial deliberado por mínimo que parezca, habremos llegado al segundo grado negativo de la piedad, que consiste en la fuga del pecado venial. No es empresa fácil. Si el primer grado—fuga absoluta del pecado mortal—cuesta ya tantas luchas, ¿qué decir de la fuga absoluta del pecado venial ? Pero por difícil que sea, es perfectamente posible irse acercando a ese ideal con la lucha constante y la humilde oración hasta conseguirlo en la misma medida en que lo consiguieron los santos.

jueves, 14 de junio de 2012

DEFINICION DE MISTICA POR ALGUNOS TEOLOGOS





BENEDICTINOS

DOM VITAL LEHODEY.—Para el insigne abad cisterciense de la Ti apa de Bricquebec, «la oración mística es una contemplación pasiva, y mejor aún, una contemplación manifiestamente sobrenatural, infusa y pasiva, donde Dios, que hace sentir en general su presencia al alma, es por modo inefable conocido y poseído en una unión amorosa, que comunica al alma el reposo y la paz e influye en los sentidos»

DOM COLUMBA MARMION.—No trata expresamente el célebre abad de Maredsous en ninguna de sus obras de mística propiamente dicha, aunque la haya—y altísima—en todas ellas. Pero sabemos por el testimonio de dom Thibaut, su historiador y confidente íntimo, que dom Marmion veía en la contemplación infusa «el complemento normal—aunque gratuito—de toda la vida espiritual» n . He aquí, sin embargo, un precioso fragmento de una carta de dom Marmion, en la que nos dice lo que sentía a este respecto y nos da una definición exacta y precisa de la contemplación mística: «Podría haber presunción y temeridad en desear por sus propias fuerzas ya una plenitud de unión, que sólo depende de la libre y soberana voluntad de Dios, ya los fenómenos accidentales que a veces acompañan a la contemplación. Pero si se trata de la substancia misma de la contemplación, es decir, del conocimiento purísimo, simplicísimo y perfectísimo que Dios da allí de sí mismo y de sus perfecciones y del amor intenso que resulta para el alma, entonces aspire con todas sus fuerzas a poseer un tan alto grado de oración y a gozar de la contemplación perfecta. Dios es el principal autor de nuestra santidad, obra poderosamente en sus comunicaciones, y no aspirar a ella sería no desear amar a Dios con toda nuestra alma, con todo nuestro espíritu, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro corazón»

DOM J. HUIJBEN.—La esencia de la mística consiste para él en «una como percepción confusa de la realidad misma de Dios. Esta percepción confusa de la realidad divina puede revestir diferentes matices. A veces lo que percibirá o sentirá el alma será la proximidad de Dios, otras su presencia, otras su acción, otras su mismo ser, según que la experiencia de lo divino sea más o menos profunda»

DOM ANSELMO STOLZ.—«Es preciso afirmar que existe cierta unanimidad en la definición de lo místico en sus líneas esenciales. Se admite generalmente que la captación experimental de la presencia de Dios y de su operación en el alma es esencial a la vida mística». Más adelante precisa aún más su pensamiento: «Mística es una experiencia transpsicológica de la inmersión en la corriente de la vida divina, inmersión que se realiza en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía». Finalmente, dom Stolz está firmemente persuadido de que a mística entra en el desarrollo normal de la gracia: «La mística, como plenitud del ser cristiano, no es algo extraordinario ni un segundo camino para la santidad que sólo unos pocos escogidos son capaces de recorrer. Es el camino que todos deben andar. Y si las almas no llegan en esta vida a profundizar en su ser cristiano y en su conocer por fe hasta la experiencia de lo divino, se

DOM CUTHBER BUTLER.—En su hermoso libro El misticismo de Occidente (Western Mysticisme) investiga la doctrina mística de la Iglesia primitiva de Occidente, y va extrayendo algunas definiciones de la contemplación y de la mística de los diversos tratadistas místicos y Santos Padres de esa primera época. He aquí algunas de ellas:

«Una intuición intelectual directa y objetiva de la realidad trascendente».
«El establecimiento de relaciones conscientes con el absoluto».
«Unión del alma con el absoluto en cuanto es posible en esta vida».
«Percepción experimental de la presencia y ser de Dios en el alma».
«Unión con Dios no meramente psicológica, sino ontológica, espíritu con Espíritu»

DOM S. LOUISMET.—«En sí, la Teología mística es de orden experimental. Es un fenómeno que tiene lugar en toda alma fiel y ferviente. Consiste sencillamente en la experiencia de un alma peregrina aún sobre la tierra que llega a gustar a Dios y experimentar por sí misma cuan suave es: «Gústate et videte quoniam suavis est Dominus», como dice el salmista (Ps. 33,9)». Y un poco más abajo añade todavía completando su pensamiento: «La vida mística es la vida cristiana normal, la vida cristiana en su plenitud, la vida cristiana como debería ser vivida por todos los hombres, en todos los países, en medio de las circunstancias más diversas.

DOMINICOS

R. P. GARDEIL.—El gran teólogo dominico plantea el problema de la experiencia mística en los siguientes términos: «¿Podemos tocar a Dios en esta vida por un contacto inmediato, tener de El una experiencia verdaderamente directa y substancial? Los santos lo afirman, y sus descripciones de la oración de unión, del éxtasis, del «matrimonio espiritual» están del todo llenas de esta suerte de percepción cuasi-experimental de Dios en nosotros*

R. P. GARRIGOU-LAGRANGE.—El insigne profesor del Angélicum distingue entre mística doctrinal, que es aquella «que estudia las leyes y las condiciones del progreso de las virtudes cristianas y de los dones del Espíritu Santo en vistas a la perfección» 18, y mística experimental, que es «un conocimiento amoroso y sabroso del todo sobrenatural, infuso, que sólo el Espíritu Santo por su unción puede darnos, y que es como el preludio de la visión beatífica»

R. P. JORET.—Para el P. Joret, el elemento esencial del estado místico es el amor infuso. Este amor infuso con frecuencia va precedido de una luz infusa pasivamente recibida en el alma, pero no es del todo necesaria! Escuchemos sus palabras:
«Mas si la meditación contemplativa, fruto de las virtudes, tiene su principio en la caridad, la contemplación mística procede de los dones y toma de ellos su origen. En el primer caso se trata de un amor activo, buscado, excitado por nuestro esfuerzo; en el segundo es un amor pasivo que ha brotado como espontáneamente, que parece habérsenos dado ya hecho. Se explica teológicamente esta experiencia diciendo que en el primer caso había simplemente una gracia actual cooperante, y en el segundo, una gracia operante: el alma ha sido movida totalmente por el Espíritu Santo y no ha tenido que hacer otra cosa sino consentir a esta moción. ¿No ha habido antecedentemente una luz infusa pasivamente recibida para dirigir este amor? Sí, parece lo más frecuente; es una intuición mística que nos hace mirar a Dios como nuestro fin último, como nuestro todo. Pero esto no es necesario. Según San Juan de la Cruz, un acto ordinario de nuestra virtud de la fe puede ser suficiente. El alma experimentaría entonces un toque de amor en la voluntad sin haber experimentado el toque de conocimiento en la inteligencia». Y un poco más abajo añade: «Al menos, el sentimiento de la realidad divina parece existir siempre en la vida mística»

R. P. GEREST.—«La vida mística parece caracterizarse por la acción de Dios sobre el alma y sus facultades por la fe, el amor y la oración. De esta suerte, toda la actividad del alma y de sus potencias se emplea en recibir y utilizar esta dominación divina para seguir su dirección y traducirla en todos los actos de la vida hasta el punto de poder decir verdaderamente: Ya no soy quien vivo, sino Dios en mí»

R. P. ARINTERO.—El gran restaurador de los estudios místicos en España nos dice en sus Cuestiones místicas que el constitutivo íntimo de la vida mística «es el predominio de los dones en la psicología sobrenatural, o sea, el proceder las más de las veces bajo la altísima moción y dirección del Espíritu Santo» Y en su magnífica Evolución mística había escrito ya que la mística no es otra cosa que la vida consciente de la gracia, o sea, «cierta experiencia íntima de los misteriosos toques e influjos divinos y de la real presencia vivificadora del Espíritu Santo.

RVDMO. P. ALBINO MENÉNDEZ-REIGADA.—Para el Excmo. Sr. Obispo de Córdoba, «lo místico es la actuación en nosotros de los dones del Espíritu Santo, o la operación del Espíritu Santo en nosotros por medio de sus dones, o la perfecta incorporación con Cristo como miembro de su Cuerpo místico». Y un poco más adelante añade completando su pensamiento al recoger el elemento experimental: «Podría, pues, acaso definirse así la mística diciendo que es un predominio tal de la gracia en las acciones, que haga más o menos perceptible en ellas su propio modo sobrenatural y divino».

R. P. FR. IGNACIO MENÉNDEZ-REIGADA.—-El que fué profesor de Mística en la Facultad de Teología de San Esteban de Salamanca pone la esencia de la mística en la misma vida de la gracia vivida de un modo consciente. Se caracteriza principalmente por la «actuación de los dones de sabiduría y entendimiento, por los cuales el hombre comienza a tener conciencia de que posee a Dios y está unido con El, experimentando en sí la vida de Dios».

R. P. MARCELIANO LLAMERA.—Resume su pensamiento en los siguientes puntos, que considera, con razón, «las nociones místicas generales de la Teología tomista»: Vida mística es la actividad donal de la gracia; es decir, la vida de la gracia bajo el régimen del Espíritu Santo por sus dones. Floración divina del árbol donal.

2. El constitutivo de la vida mística es la actuación de los dones.
3. Acto místico es todo acto donal.
4. Estado místico es la actividad donal permanente o habitual en el alma. O la situación del alma en actividad donal permanente o habitual.
5. Distintivo o característica de la vida mística es el modo sobrehumano de obrar; y del estado místico, el predominio de este modo sobrehumano. La sintomatología mística tiene como manifestaciones más generales y apreciables:

a) La pasividad del alma actuada por Dios.
b) La experiencia muy varia de la vida de Dios en el alma.
6. Alma mística lo es radicalmente toda alma cristiana en gracia; y de hecho, la que vive vida donal.
7. Toda alma es llamada, por ley general, a la vida mística y puede y debe aspirar a ella.
8. En particular, la señal principal de llamada o introducción de un alma en el estado místico, es la incapacitación pasiva para practicar a su modo la vida espiritual.
9. En la vida habitualmente ascética, sobre todo si es ferviente, hay frecuentes intervenciones dónales, más o menos notables. En la vida habitualmente mística, hay intervalos ascéticos, más o menos prolongados. Y, desde luego, se practican en ella todas las virtudes de la vida ascética, con más perfección, sobre todo interior, como dirigidas por el Espíritu Santo.
10. Contemplación mística es una intuición amorosa prolongada de Dios infundida por el Espíritu Santo mediante los dones de inteligencia y sabiduría.
11. Gracias místicas normales u ordinarias son las que actúan los dones del Espíritu Santo, sin exceder las posibilidades de su actividad. Son extraordinarias las que exceden o se reciben al margen de la actividad donal. Estas gracias extraordinarias, aunque innecesarias, en general, no siempre son
gratis dadas o para bien ajeno, sino santificativas del alma que las recibe, y quizás precisas o al menos convenientes para ella por causas peculiares.
12. Gracia actual donal. La fuerza motriz de la vida mística es la gracia actual donal que la actúa y rige.

CARMELITAS

R. P. GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA.—El sabio carmelita belga, profesor que fué del Colegio Internacional de Santa Teresa en Roma, cree que la mística se caracteriza, ante todo, por la contemplación infusa: «Se está de acuerdo en nuestros días en reconocer que la contemplación infusa, entendida en toda su amplitud, es el hecho saliente y característico del dominio de la mística»
El P. Gabriel está convencido de que la mística entra en el desarrollo normal y ordinario de la vida de la gracia; y escribió un notabilísimo artículo en La vie spirituelle para demostrar que ése es el pensamiento genuino y auténtico de San Juan de la Cruz.

R. P. JERÓNIMO DE LA MADRE DE DIOS.—La mística consiste para él en un conocimiento experimental de Dios que se explica por el amor infuso. Pero con ciertas restricciones. He aquí sus palabras: «Este conocimiento experimental, ¿es el elemento distintivo de todo estado místico? A mi parecer, no. No parece ser la propiedad constitutiva de este estado, sino una de sus propiedades consecutivas, un proprium en el sentido filosófico de la palabra. Y digo lo mismo del «sentimiento de la presencia de Dios»: no constituye la nota esencial del estado místico aunque en una forma o en otra acompañe a la contemplación... Dios es para las almas contemplativas siempre, pero sobre todo durante los ratos en que son elevadas a la contemplación—sea sabrosa o árida—, la realidad. He aquí por qué prefiero a la expresión «sentimiento de la presencia de Dios» esta otra: «sentimiento de la realidad de Dios».

R. P. CRISÓGONO DE JESÚS SACRAMENTADO.—No precisa de una manera total y completa el concepto que se había formado de la mística en ninguna parte de sus obras. Pero, reuniendo dos o tres textos, podemos llegar a reconstruir su pensamiento. Helos aquí: «La mística como práctica es el desarrollo de la gracia realizado por operaciones cuyo modo está fuera de las exigencias de la misma gracia, o sea por medios extraordinarios». «... la mística es un modo del desarrollo de la gracia y está esencialmente constituida por conocimiento y amor infusos...». «La contemplación infusa es una intuición afectuosa de las cosas divinas que resulta de una influencia especial de Dios en el alma».

R. P. CLAUDIO DE JESÚS CRUCIFICADO.—«Teología mística experimental es un conocimiento intuitivo y amor de Dios infundidos en negación y obscuridad de toda luz natural del entendimiento, y por los cuales éste percibe un ser y bondad indecible, pero real y presente en el alma, un ser y bondad sobre todo ser y bondad».

R. P. LUCINIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO.—Para el P. Lucinio la experiencia mística es un simple efecto del modo sobrehumano de los dones
del Espíritu Santo. He aquí sus propias palabras: cosa que una actividad intensa de las virtudes teologales, virtudes preciosas que ponen nuestra alma en contacto con Dios, acompañada de un delicado influjo de los dones del Espíritu Santo». Y añade todavía: «Podemos, pues, concluir diciendo que la vida mística es la vida de amor perfecto que transforma al alma en Dios y que va acompañada connaturalmente con el florecer de la contemplación»

JESUITAS






R. P. D E MAUMIGNY.—Define la contemplación infusa como «una mirada simple y amorosa a Dios con la que el alma, suspensa por la admiración y el amor, le conoce experimentalmente y gusta, en medio de una paz profunda, un comienzo de la bienaventuranza eterna».

R. P. POULAIN.—«Los estados místicos que tienen a Dios por objeto llaman ante todo la atención por la impresión de recogimiento, de unión que hacen experimentar. De ahí el nombre de unión mística. La verdadera diferencia con los recogimientos de la oración ordinaria es que, en el estado místico, Dios no se contenta con ayudarnos a pensar en El y a recordarnos su presencia, sino que nos da de esta presencia un conocimiento intelectual experimental; en una palabra, nos hace sentir que entramos realmente en comunicación con él. Sin embargo, en los grados inferiores (quietud), Dios no lo hace sino de una manera bastante obscura. La manifestación tiene tanto más de nitidez a medida que la unión es de orden más elevado».

R. P. D E LA TAILLE.—El P. Mauricio de la Taille pone la esencia de la mística en una experiencia de lo divino. Para él, la contemplación viene del amor: es una mirada amorosa. Pero' ¿qué es lo que distingue este amor del amor implícito en todo acto de fe? No es su mayor perfección o intensidad. El amor del contemplativo puede ser menor que el de un simple fiel. Pero este amor contemplativo es un amor «conscientemente infuso... El místico tiene conciencia de recibir de Dios un amor ya del todo hecho (tout fait)... El alma se sabe y se siente investida por Dios con este amor. Y por esto... siente la presencia de Dios en sí misma... El alma recibe el don de la mano misma del Dador, que está allí presente, por lo mismo, de una manera que el alma experimenta».

R. P. KLEUTGEN.—Cree hallar la esencia de la mística en una misteriosa unión con Dios, en la que el alma es elevada, por un efecto extraordinario de la gracia, a una contemplación más alta de Dios y de las cosas divinas, a las que viene a conocer no sólo por fe, sino experimentalmente.

R. P. BAINVEL.—«El estado místico está constituido por la conciencia de lo sobrenatural en nosotros».

R. P. MARÉCHAL.—«Fundándonos en las declaraciones unánimes de los contemplativos—únicos testigos de sus experiencias internas—, creemos que la alta contemplación implica un elemento nuevo, cualitativamente distinto de las actividades psicológicas normales y de la gracia ordinaria; queremos decir la presentación activa, no simbólica, de Dios en el alma con su correlativo psicológico: la intuición inmediata de Dios por el alma». de donde resulta—como dice admirablemente el Congreso Teresiano — «que la contemplación es el camino ordinario de la santidad y de la virtud habitualmente heroica*. Repetimos: no sabemos si en esas conclusiones estará bien recogido el pensamiento de la escuela mística carmelitana, pero es indudable que recogen admirablemente el de la escuela tomista. | Lástima grande que, admitiendo todos estos puntos fundamentales, nos empeñemos todavía en mantener nuestras discrepancias inexplicables!

R. P. D E GUIBERT.—Según el profesor de la Gregoriana, en la contemplación mística «el alma experimenta la presencia de Dios en sí misma. La inhabitación y acción de Dios la conocía antes indirectamente por el testimonio de la fe; ahora experimenta que se da verdaderamente... Esta directa y experimental percepción de Dios presente es general, confusa, no aporta conceptos nuevos, no enseña cosas nuevas, sino que se constituye por una profunda e intensa intuición a la vez simple y riquísima; la voluntad es atraída no con varios afectos distintos, sino que es arrebatada y como paralizada en un solo acto simple, por el que se adhiere toda a Dios. Todo esto lo recibe el alma pasivamente; con ningún esfuerzo podría obtener este don, ni prever de ningún modo cuándo habrá de recibirlo, ni retenerlo cuando se desvanece, ni volver a producirlo cuando ya lo gozó…

R. P. D E GRANDMAISON.—«El hombre tiene el sentimiento o sensación de entrar, no por un esfuerzo, sino por un llamamiento, en contacto inmediato, sin imagen, sin discurso, aunque no sin luz, con una Bondad infinita».

R. P. VALENSIN.—Según el profesor de la Facultad de Teología de Lyón, la mística, «desde el punto de vista psicológico, lleva consigo, junto con un sentimiento inefable de la presencia de Dios, un recogimiento en Dios que puede llegar hasta la absorción de las potencias del alma, emigrando, por decirlo así, de la región de las sombras y de las imágenes hacia las realidades divinas». Y añade a renglón seguido estas luminosas palabras: «Para definir teológicamente la característica esencial es preciso remontarse de los efectos a la causa y aclarar la naturaleza misma de esta causa no ya con las solas luces de la experiencia, sino también con las de la doctrina. Desde este punto de vista teológico, la oración de que hablamos será llamada mística, en el sentido de que el alma penetra con ella en lo que hay de más profundo y misterioso en el trato íntimo del Hijo de Dios con la Trinidad adorable, que le ayuda a orar en el Espíritu Santo, en nombre de Jesús al Padre y a esbozar desde aquí abajo la unión que causará su beatitud. Así, la Teología mística, definida por su objeto formal, se presentará como la ciencia del ser divino viviendo por su gracia en el cristiano y elevándole, con las colaboraciones humanas que él suscita, hasta su perfección, mientras que habrá que reservar el nombre de Teología ascética a la ciencia de esas colaboraciones sobrenaturalizadas por las iniciativas del Espíritu de Dios. Y puesto que el problema de las esencias es metafísico, diremos, pues, de la mística—entendida como acabamos de hacerlo—que es la ontología de la vida espiritual. Y añadiremos—para mejor trazar las fronteras— que la ascesis será la lógica, y el ascetismo la metodología*

R. P. PACHEU.—«Es una posesión experimental de Dios, una comunicación que Dios hace de sí mismo a sus almas privilegiadas, y en la que el alma recibe este puro favor divino, gratuito, sin poderse elevar por sí misma cualquiera que sea su aplicación o esfuerzo personal».
En este estado, el alma es llamada «pasiva», no porque esté ociosa, privada de conocimiento, anonadada; al contrario, se encuentra en un acre- centamiento prodigioso de vida, sus actos de conocimiento y de amor sobrepasan los actos ordinarios de sus facultades. Pero «recibe, no toma nada
por su cuenta; no entra, sino que es introducida; no obra, sino que es puesta en acción, non agit sed agitur».

AUTORES INDEPENDIENTES

R. P. SCHRIJVERS, C.SS.R.—«La contemplación es esencialmente un conocimiento y un amor producidos directamente por Dios, gracias a los dones del Espíritu Santo, en las facultades de la inteligencia y de la voluntad. Toda contemplación verdadera es, pues, necesariamente infusa». Y un poco más abajo, al precisar la naturaleza de las gracias místicas en general, escribe el docto redentorista belga: «El más frecuente de estos signos parece ser la suavidad experimentada al contacto con Dios. Son raras, creo, las almas contemplativas que no hayan gustado a Dios de esta manera al menos algunas veces. Esta experiencia intima de Dios es tan característica, que el alma que ha sido favorecida con ella, aunque sólo sea transitoriamente, la distingue fácilmente de las consolaciones ordinarias y conserva de ellas una profunda impresión».

R. P. Ivo DE MOHON, O.M.C.—«La teología mística es un conocimiento infuso experimental y amoroso de Dios producido en nosotros por los dones intelectuales del Espíritu Santo, muy particularmente por el don de sabiduría».

R. P. TEÓTIMO DE SAN JUSTO, O.M.C.—«En mi humilde sentir, el estado místico está constituido esencialmente por el conocimiento amoroso infuso, es decir, por una alta idea de Dios, habitualmente general y confusa, con el amor pasivo y persistente». Y un poco más abajo añade: «¿De dónde proviene en el alma el estado místico? De la plena expansión de los dones del Espíritu Santo, particularmente del don de sabiduría».

R. P. CAYRÉ, A.A.—El ilustre agustino asuncionista, autor de la famosa Patrología, cree que la esencia de la mística importa los siguientes elementos:  Un cierto sentido de Dios producido en el alma por Dios mismo. San Agustín nos ofrece la fórmula: sentiré Deum, tener el sentimiento de Dios.
b) Un tal sentimiento supone la presencia de Aquel que se manifiesta de alguna manera, no solamente como ser perfecto, sino como huésped del alma. Aunque la gracia no es percibida en sí misma, Dios es aprehendido (saisi) en cuanto inhabitante en el alma: capitur habitans, dice todavía magníficamente San Agustín. Un tal don no puede venir más que de Dios; el sentido místico de Dios es evidentemente sobrenatural...
c) El sentido místico de Dios es también completamente distinto de las consolaciones sensibles, que suponen la gracia como todo verdadero movimiento de piedad, pero que son también, en gran parte, efecto de la actividad humana, según la doctrina de Santa Teresa».

R. P. LAMBALLE (eudista).—Hace suya la siguiente definición de San Francisco de Sales:
«La contemplación no es otra cosa que una amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas».

R. P. LUCAS (eudista).—«Todo el mundo está de acuerdo con Santo Tomás en enseñar que la contemplación infusa es un efecto de los dones del Espíritu Santo». En cuanto a los estados místicos en general, dice que «son aquellos en
los que predominan los dones del Espíritu Santo, y en los que el alma tiene conciencia de recibir un amor «ya del todo hecho», según la expresión del P. De la Taille».

R. P. BOULEXTEIX.—La mística consiste en «un conocimiento y un amor misterioso que nos hacen percibir a Dios de una manera verdaderamente inefable».

R. P. NAVAL, C.M.F.—«Mística propiamente dicha en el terreno experimental es el conocimiento intuitivo, junto con el amor intensísimo de Dios, obtenidos por infusión divina, o sea por medios extraordinarios de la divina Providencia».

R. P. AUGUSTO A. ORTEGA, C.M.F.—«Parece ser que la mística, entre otras notas que pueden asignársele, es ir tomando conciencia de la presencia de Dios en el alma de una manera sobrenatural hasta llegar al pleno conocimiento y goce de Dios por amor, que se cumple en la otra vida». Y unas líneas más abajo añade: «La vida mística, tal como aparece desarrollada en los místicos experimentales, se nos muestra como el desenvolvimiento natural y lógico de la gracia santificadora».

MONSEÑOR RIBBT.—«La teología mística, desde el punto de vista subjetivo y experimental, nos parece que puede ser definida: una atracción sobrenatural y pasiva del alma hacia Dios que proviene de una iluminación y de un incendio (embrasement) interiores, que previenen a la reflexión, sobrepasan el esfuerzo humano y pueden tener sobre el cuerpo una repercusión maravillosa e irresistible».

MONSEÑOR SAUDREAU.—«Hay en el estado místico y en todo estado místico este doble elemento: conocimiento superior de Dios, que, aunque general y confuso, da una muy alta idea de sus incomprensibles grandezas; y amor no razonado, pero intenso, que Dios mismo comunica, y al cual el alma, a pesar de todos sus esfuerzos, no podría elevarse jamás».

MONSEÑOR PAULOT.—«¿Qué es la contemplación? Un conocimiento de amor, obscuro, infuso, simple, debido sea a la connaturalidad del alma con Dios, fruto del ejercicio predominante del don de sabiduría, sea a la gracia actual operante, correspondiente a este don».

MONSEÑOR FARGES.—Es uno de los autores que más ha fluctuado en sus opiniones, hasta cambiar completamente de pensar con motivo de una controversia con el P. Garrigou-Lagrange, en la que Mons. Farges reconoció noblemente que llevaba la razón el sabio dominico59. Su última palabra parece ser ésta: «Hay estados contemplativos caracterizados por el predominio, en grados diversos, de los dones del Espíritu Santo, y en los que el alma es más pasiva que activa, y que son requeridos para la más eminente santidad. En esto estamos todos de acuerdo».

AD. TANQUEREY.—No habla con precisión, pero podemos reconstruir su pensamiento en los dos siguientes textos: «La mística es la parte de la ciencia espiritual que tiene por objeto propio la teoría y la práctica de la vida contemplativa desde la primera noche de los sentidos y la quietud hasta el matrimonio espiritual». «La contemplación (es) una visión simple, afectuosa y prolongada de Dios y de las cosas divinas, efecto de los dones del Espíritu Santo y de una gracia actual especial que se apodera de nosotros y nos hace habernos más pasiva que activamente».

D. BALDOMERO JIMÉNEZ DUQUE.—El rector del seminario de Avila precisa su pensamiento en la siguiente Forma: «¿Qué es la mística? Esencialmente y primariamente, la obra divinizadora de Dios en nosotros cuando ha llegado a ese estadio intenso que se caracteriza por el predominio y la invasión desbordante de la acción de los dones. Pero demos un paso más. Todos los autores especulativos y no especulativos hablan de la experiencia de Dios. Y en seguida la tentación del problema psicológico puro, descriptivo, empírico, experimental... llama a las puertas: «los místicos son los testigos de la presencia amorosa de Dios en nosotros» (De Grandmaison). Hasta ahora nos hemos movido en la región de los principios. Un poco de metafísica teológica o de teología metafísica y nada más. ¿Nada hay que añadir acerca del problema místico? Sí, la mística es eso y un poco más que eso, pero solamente un poco más que eso. La mística es esencialmente también, pero secundariamente, una
experiencia de Dios».

MONSEÑOR LEJEUNE.—«El elemento constitutivo de la vida mística es el sentimiento que el alma experimenta de la presencia de Dios en ella, la experimentación de Dios presente en el alma, una suerte de tocamiento de Dios en lo más íntimo del alma. La vida mística es, pues, una experimentación, una percepción de Dios presente en el alma... Pues lo que en esta contemplación percibimos y en nuestro interior palpamos es Dios mismo y no ya su imagen».

A. FONCK.—«Nosotros consideramos como místico todo hecho psicológico en el cual el hombre piensa tocar directa e inmediatamente a Dios; en una palabra, «experimentar» a Dios, ya sea por un esfuerzo personal de inteligencia o de amor que nos elevará hasta El, permitiéndonos «encontrarle », abrazarle de alguna manera, o ya sea—por el contrario—por una condescendencia de Dios, que se abaja hacia nosotros, nos «toca», nos hace sentir su presencia y su acción y nos inunda de consolaciones o de luces. De esta forma llegamos a distinguir dos suertes de misticismo, que se podrían llamar el misticismo activo y el misticismo pasivo. No habrá ningún inconveniente en reservar el nombre de místicos propiamente dichos, o propriissimo modo, a los hechos místicos de la segunda categoría».

F. X. MAQUART.—El ilustre filósofo Mons. Maquart, profesor del seminario mayor de Reims, cree que la definición que haya de darse de la Teología mística depende del concepto que se tenga acerca de la eficacia de la gracia, toda vez que esa Teología no es más que el estudio de la vida de la gracia en las almas. He aquí sus palabras: «Si se admite, con la escuela tomista, la eficacia intrínseca de la gracia actual, la naturaleza de la vida mística es fácil de explicar. Como los teólogos están unánimes en reconocer la vida mística en una cierta pasividad vital del alma, los tomistas, buscando la causa de esta pasividad, la encontrarán en el interior mismo del desenvolvimiento de la gracia. Su doctrina sobre la eficacia de la gracia actual les da derecho a ello. Si la gracia es eficaz por naturaleza, se requiere para todo acto de la vida de la gracia. Como quiera que la gracia santificante y los hábitos que la acompañan (virtudes y dones) dan solamente el poder de obrar sobrenaturalmente, la voluntad necesita ser movida in actu secundo por una gracia actual eficaz. Al contrario, los partidarios de la gracia eficaz ab extrínseco, esto es, por la acción de la voluntad, enseñan, conforme a su doctrina, que la gracia habitual y las virtudes bastan. ¿Cómo sería de otra manera? Si la gracia eficaz no es otra cosa que la gracia actual suficiente que da el posse agere, al que se añade la cooperación de la voluntad, cualquiera que posea un hábito infuso que le da ese posse agere no necesita absolutamente otra cosa para obrar que la intervención de la voluntad. Por otra parte, como en la teoría molinista la eficacia de la gracia proviene de la voluntad, no puede haber en la economía normal de la vida de la gracia un estado en el que el alma obrando vitalmente sea pasiva; la vida mística se encuentra excluida».

HENRI JOLY.—«El misticismo es el amor de Dios». Y precisando un poco más su pensamiento, añade unas líneas más abajo: «Todo cristiano en estado de gracia ama a Dios y, en una medida más o menos grande, es un místico. Pero «el místico» por excelencia, lo mismo que el que llamaremos en adelante «el santo», es un hombre en el que su vida toda entera está envuelta y penetrada por el amor de Dios».

JACQUES MARITAIN.—Para el profesor del Instituto Católico de París, el estado místico se constituye por el predominio de la acción de los dones. He aquí sus palabras: «El estado místico no se injerta en el alma en gracia como una rama extraña, sino que es la floración de la gracia santificante; ni se caracteriza por la presencia de los dones, que son inseparables de la caridad, sino sólo por el predominio del ejercicio de los dones sobre el de las virtudes (morales infusas). El momento preciso en que comienza el estado místico no cae debajo de observación. Todo cristiano que vaya creciendo en gracia y tienda a la perfección, si vive espacio suficiente, llegará al orden místico y a la vida del predominio habitual de los dones».