martes, 31 de enero de 2012

SAN MIGUEL DE LOS SANTOS


Se le calumnia. — Es encarcelado.

Unque Migdel solo tenía de veinticinco á veintiséis años, sin embargo había podido conocer ya más de una vez las amarguras de que los hombres siembran la vida, especialmente, como hemos visto, cuando vivía en el siglo, después de la muerte de su padre; pero, si bien había tenido mil sinsabores, jamás la fea calumnia había tratado de empañar su pura vida: y sin embargo esto también le estaba reservado. Vivian con él dos jóvenes religiosos de los cuales no era bien mirado, ya porque era una muda pero continua reprobación de su vida algo disipada, ya por otras razones que les sugiriere la envidia. Sea por lo que fuere, hablaban desfavorablemente de él, tachándole de vanidoso é hipócrita por las cosas extraordinarias que hacía ante la Comunidad. Y a pesar de que todo lo sabía el siervo de Dios, según dice el P. Manuel de la Cruz, no hacía el menor caso de las hablillas, que eran para él todo amor y caridad. (1) En tanto sucedió que el P. Provincial, que por allí pasaba con motivo de la visita, dirigió severas reprensiones á los dos murmuradores por su irregular conducta; y esto bastó para que, apasionados y sin tener la menor prueba, pensaran que Miguel había sido el delator y prometieran vengarse, poniéndole en mal lugar con el mismo P. Provincial. Acusáronle, pues, de haber censurado su gobierno y el de los demás Superiores. El P. Provincial dió crédito á tales absurdos, á la verdad no sabemos por qué extraña alucinación, pues no habían llegado á sus oídos hasta entonces más que noticias de la santidad insigne del acusado. Así fue que, dando principio á las primeras diligencias de un proceso, invitóse á Miguel, en un interrogatorio que se le hizo sufrir, á que contestara á los cargos de que se le acusaba; y él, por todo descargo, dijo las siguientes palabras: Capaz soy de hacer cosas peores, si Dios me abandona. (2) Interrogado de nuevo, dio la misma respuesta; y, presentándole culpable las apariencias, se le condenó á ser encarcelado. ¡Qué sorprendente hubiera sido verle andar á una mazmorra! ¡Con qué alegría debió abrazar aquella inesperada cruz por amor á Jesucristo! él que en los sufrimientos cifraba toda su gloria, diciendo con S. Pablo: — Míhi absit glorian, nisi in Cruce Domini nostri Jesu-Christi. A lo mejor, entonaba en el calabozo cánticos de alabanza y de acción de gracias al Todopoderoso que le hacía merecedor de sufrir por Él. Y el P. Mallas, á quien habían confiado el cuidado de su custodia, encontrándole á menudo arrebatado en santo éxtasis, (1) le exhortaba siempre á que se defendiese; á lo cual Miguel respondía: —Esto •pertenece á Dios; yo debo conformarme con su santa voluntad. ¿Qué puede causarme mayor regocijo? Por otra parte, si lo mereciese, Dios se acordaría de mi; pero soy un gran pecador, la misma abominación. (2)

No podemos precisar el tiempo que duró su encarcelamiento; pero parece que no bastó cerca de un mes para que quedara reconocido el engaño. Y el único motivo que le consoló algún tanto de que le sacaran del encierro, fue el deseo que tenia de manifestar su agradecimiento á los dos hermanos que le habían procurado tanto bien. Jamás sucedió oírle pronunciar la más leve palabra contra ellos, ni menos contra el Superior; al contrario, si alguna vez se le hablaba de esto, decía que el Superior había procedido con el mas loable celo; pero que él no recordaba haber dicho lo que se le imputaba. (3)

Miguel fue por algún tiempo el único consuelo de los dos falsos acusadores, que ya no eran mirados tan bien como antes por los demás hermanos, á lo menos hasta que dieron señales de verdadero arrepentimiento; y, habiéndoseles destinado á otros conventos, les siguió con sus cartas, todas llenas de amabilidad, sin descuidarse nunca de ofrecerse a su servicio, infundiendo así á sus almas un indecible y provechoso agradecimiento. He aquí como es verdad aquel dicho:

Le mandan dedicarse a confesar y predicar Algunas particularidades relativas á él como predicador.—Se transcribe una carta suya.

Fr. José de Jesús y María á unas piadosas personas que gozaban de la familiaridad de la Orden y en cuya casa se hallaba cierto día acompañado de Miguel, Su hermano de religión, que este último, estaba padeciendo de estómago, por cual motivo le habían obligado á alimentarse algo mejor de lo que acostumbraba, á fin de que pudiese soportar las, fatigas de la predicación y del confesonario á que querían dedicarle. (1) A. estas palabras se sublevó Miguel objetando que no quería confesar, porque le bastaba tener que dar cuenta de su alma, sin necesidad de añadir la de los demás, y que, tocante á la predicación, solo debía empezar á los treinta años para concluir á los treinta y tres é ir luego al cielo. (1)

Así profetizó á la vez el tiempo de su muerte. El piadoso Fr. José afirma que recordó, al tener la primera noticia de la muerte de Miguel, las palabras que acabamos de transcribir. De esto hablaremos en otro lugar.

Quizás algunos opinen que, llegado el tiempo en que los Superiores encomendaron decididamente uno y otro ministerio á Miguel, éste se resistiría; mas no existe prueba alguna directa, ni prueba más indirecta que la que hemos referido. Lo que debe decirse es, que al acomodarse Miguel á la predicación, llevó su obediencia á un extraordinario grado de heroísmo; pues no cabe duda que le constaba, por revelación divina, que había de empezar á los treinta años. Y cuando vio que había de dedicarse para siempre á las santas tareas del confesonario, y que debía constituirse en apóstol del Evangelio, lo hizo con el mismo ardor que acostumbraba emplear en el cumplimiento de sus más altos deberes, según veremos más adelante.

Estudiar y retener en la memoria los sermones, costaba á Miguel un trabajo incalculable, por razón de tener constantemente su mente ocupada en Dios, pues hasta conversando, era preciso repetirle dos ó tres veces las cosas. (2) El asunto de sus discursos era generalmente las postrimerías del hombre, el aborrecimiento del pecado ó lo falaz de las cosas del mundo. Fue un gran

modelo para los que se dedican á este ministerio. Nunca subía al púlpito sin encomendarse á las oraciones de las personas buenas, á fin de que, como él decía, Dios le comunicase su espíritu para inflamar el corazón de los oyentes. Más tarde, siendo Ministro en Valladolid, y cuando solo dependía de él encargarse ó no de los sermones que le instaban hiciese, se ponía en oración antes de decidirse, á fin de conocer cuál era la voluntad de Dios. (1) ¡Hombre siempre extraordinario, siempre fecundo en preciosas enseñanzas! Tenía la voz muy débil; pero, según el F. Lorenzo, declamaba á veces tan fuerte y con tal entonación, llevado en alas de su impetuoso fervor, que infundía sus violentas emociones al dominado auditorio. (2)

Ministro todavía en Valladolid, contó un día Miguel á su confesor, el P. Benito, que si al escribir sus sermones se le deslizaban inadvertidamente algunos artificios retóricos, no le era posible retenerlos en la memoria, hasta que, volviendo á leer el escrito, tenía que borrarlos. (3) No faltaban sin embargo en Valladolid ciertas personas remiradas, que no solo hubieran querido algún aparato literario, sino un discurso adornado y florido que, lejos de convencer, halagara únicamente a los sentidos; pero Miguel no lo ignoraba, y decía sin inmutarse, que no atendía más que al bien espiritual de las almas. (4)

(1) Process. Vallisolet. fol. 209. (2) Process. Vallisolet. fol. 9o. (3) Process. Vallisolet. fol. 209. (4) Process. Vallisolet. fol. 95.

¡ Lástima que no haya quedado vestigio de sus sermones! Tendríamos, á no dudarlo, un tesoro de sabiduría celestial; todos hemos de convenir en ello, atendido su clarísimo talento y la continua comunicación que tenia establecida con Dios. No sabemos á qué achacar semejante desgracia, á no ser que el mismo Miguel, por su extraordinaria humildad, destruyera los manuscritos, como se asegura de su tratado « De la tranquilidad á que puede aspirar un alma en esta vida, » al que dio principio á los catorce años y concluyó á los diez y ocho; tratado de oro, á juicio de dos eclesiásticos eminentes en sabiduría, (1) el Arzobispo de Compostela, P. Antolinez, y Luis Alfonso de Ayala doctor y examinador sinodal en Sevilla, de quienes hemos hablado.

Todo lo que ha quedado de sus escritos consiste en una carta á un religioso amigo suyo que le había suplicado le escribiese, justamente sobre la tranquilidad del alma y medios de alcanzarla. Hela traducida del latín:

« Espinosa tarea es para mí, queridísimo Padre, la que me imponéis, tarea muy superior á mi pobre entendimiento; pero quizás la divina gracia supla la escasez de mis fuerzas.

« El estado de tranquilidad es muy semejante al estado de inocencia, puesto que los que la poseen tienen sujeta la sensualidad á la razón, y á la razón de Dios. En todo son generosos y magnánimos, y una celestial sabiduría y sobrehumana prudencia van siempre unidas en ellos al candor y sencillez de la paloma. También es semejante este estado al de los bienaventurados en el cielo, siendo así que los que lo alcanzan están adornados en grado heroico de todas las virtudes, tienen la pureza de los ángeles y están perfectamente unidos con Dios y transformados en El; y á ellos, del mismo modo que á los que le poseen por entero, comunica Dios con toda liberalidad sus bienes. De ahí es, que la caridad crece en ellos hasta un grado eminentísimo, quitándoles todo temor; de ahí es, que no se levantan tempestades en su corazón, ni extrañas sensaciones intentan turbar su paz. Su semejanza con los bienaventurados del cielo proviene también de su alta contemplación (que es un principio de la gloria), puesto que los conocimientos de Dios que reciben son excelentes y continuos, sin que dejen de conocerse en igual grado á sí mismos.

«Cada una de estas dos clases de conocimientos produce distintos efectos en el orden para un mismo fin. El conocimiento de Dios engendra en ellos un ardiente y poderosísimo amor, y les tiene absortos en aquella divina esencia con un olvido tan completo de todo lo creado y hasta de su propia persona, que ordinariamente no se acuerdan de comer, de beber ni dormir, y cuando comen, ni siquiera reparan en la calidad de los manjares, , pudiendo suceder á veces que uno beba aceite por leche sin advertirlo. Están tan sumamente absortos, que tienen ojos y no ven, oídos y no oyen, lengua y no hablan, ni entienden cuanto pasa en torno suyo; por cuyo motivo se hallan exentos de juzgar temerariamente del prójimo, de indignarse contra él, de la murmuración, de la vanagloria, de la ira y demás sinsabores que siempre producen inquietudes: de todo esto y mucho mas se libra quien nada ni á nadie observa. Finalmente viven, mas vive en ellos Cristo, que rige y gobierna sus acciones, puras y perfectas, por esta misma razón.

«En cuanto al conocimiento de sí mismo, aGrma el alma en la humildad á fin de que, cargada con tan inestimables riquezas, no choque contra algún escollo oculto por las disimuladas asechanzas del orgullo y no naufrague. Por consiguiente, la diferencia que hay entre este felicísimo estado y los demás es tanta como la que se halla entre los principiantes y los ya perfectos, como la que separa los adultos de los niños, los ciudadanos del cielo de los habitantes de la tierra. Y es doctrina de los Santos, que en el camino de la perfección lo más alto de un grado inferior participa del grado superior inmediato, cobrando en cierto modo sus cualidades; siendo pues la tranquilidad que nos ocupa la más alta perfección que puede alcanzarse en este valle de lágrimas y viniendo inmediatamente después de ella la bienaventuranza, queda demostrado que participa de las propiedades de esta.

«Este estado feliz tiene también sus grados; y por masque un alma se halle bien purificada, cuando se encuentra próxima á un grado más alto, debe aun purificarse mas, á proporción del nuevo grado. Pero estas purificaciones, necesarias á medida que se elevan los grados, no son duras ni penosas, porque se operan mediante la comunicación de los dones del Espíritu Santo. «Uno de los principales fundamentos de tan admirable y excelente edificio, es la resignación; porque los que poseen la tranquilidad, tienen por norte la voluntad divina, á la cual se amoldan de tal modo, que basta que Dios quiera una cosa, para quererla también ellos en seguida, pudiendo aun añadirse que, no contentos, quisieran ya lo que Dios ha de disponer, si no fuera anteponer así su voluntad á la voluntad divina. Esta es la resignación suma, la disposición máxima á la tranquilidad.

« Los medios necesarios para conseguirla son la verdadera humildad, la completa mortificación de los apetitos, pasiones, potencias y sentidos, la victoria de sí mismo, el desprecio y aborrecimiento de las cosas terrenas, la abnegación y el desprendimiento de todo. Así es que no deben desearse ni quererse los favores ni las divinas y sensibles dulzuras, por mas que sufra y se destroce el corazón.

«Los trabajos necesarios para conseguir esta felicidad son y han de ser necesariamente muchos y grandes. Son tantos, que ofrece igual dificultad enumerarlos que contar los granos de arena de las orillas del mar. Es preciso convertir en espiritual lo que es carnal, á fin de que se una la criatura á su Criador, el hombre á Dios; es también preciso para llegar á este estado, vivir como si uno se hallase muerto, y no ser sensible á nada; es menester estar muy ejercitado, y haber extraordinariamente sufrido antes de mil maneras; es menester haber pasado por la prueba del fuego y del agua.

« Así como á la gloria no puede llegarse por el camino de los goces y consuelos, tampoco el feliz estado de la tranquilidad puede obtenerse sin grandes tribulaciones. No debo entretenerme en particularizar estas tribulaciones, recordaré tan solo una que merece singular mención. Esta consiste en cierto deseo, en un afán indecible del Sumo Bien, acompasado de un tormento tan acerbo que no puede asimilarse á otro; tormento que expone al peligro de perder la vida, lo que irremisiblemente sucedería sin el auxilio de Dios, siempre tan bondadoso. Pero aunque, mediante la ayuda divina, no muera el que se halle en este estado, queda sin embargo, después del rudo embate, desfallecido, y sus fuerzas se hallan enervadas. Y este sufrimiento reconoce por causa la ausencia de Dios; porque su divina Majestad para probar, purificar y preparar el alma que ha de ser morada suya, y aun no está despojada de todos los afectos terrenales, difiere el cumplimiento de sus votos, á fin de que, después de haber satisfecho sus ansias, estime ella mucho mas, y sepa custodiar mejor el tesoro de sus dones; aquel padecimiento se hace terrible.

«He aquí, pues, de qué se compone el dulce, suavísimo y celestial néctar de la sagrada tranquilidad. Concédanos el Supremo Hacedor gustarlo, para que, dotados de apetecible fortaleza y purificados al propio tiempo, seamos templos vivos, en los que habite el Rey de reyes, como en un lugar de paz. « Baste lo dicho por ahora. Si nuestro Señor permite que nos veamos, podrémos entonces tratar mas extensamente este argumento, cuyo solo recuerdo infunde consuelo.» (1)

¿Puede desearse algo más sublime, algo más agradable?Sin quererlo, iluminó magistralmente el magnífico cuadro de su vida.