miércoles, 30 de noviembre de 2011

PERSEVERAR EN LA VIDA DE ORACION


Mucho podemos ganar con la perseverancia; sin ella lo perdemos todo. Mas la perseverancia no es cosa fácil que no tenga dificultades: la lucha contra sí mismo, la pereza espiritual, y el demonio que trabaja por desanimarnos. No pocas almas, al verse privadas de los consuelos que anteriormente sintieron, vuelven atrás; aun a almas muy adelantadas les acontece esto. Se cita el caso de Santa Catalina de Génova, que había sido llamada por Dios a la oración desde los trece años, y había hecho en ella grandes progresos; después de cinco años de sufrimientos, abandonó la vida interior y se arrastró otros cinco en una vida exterior y disipada; mas un día, habiendo ido a confesarse por consejo de su hermana, sintió con angustia el profundo vacío de su alma; y volvió a renacer en su corazón un gran anhelo. Momentos después la reprendía el Señor severísimamente; y catorce años más tarde, pasados en grandes penitencias, fuéle revelado que había satisfecho plenamente a la divina justicia. "Si alguna otra vez vuelvo atrás, decía la santa entonces, quisiera que me sacasen los ojos; y no creo que tal castigo fuera demasiado." Estas expresiones tan enérgicas de los santos enuncian en concreto lo que teóricamente enseñan los teólogos: vale más perder la vida que no perder la gracia o volver atrás en el camino del cielo. Para quien conozca bien el precio de la vida y del tiempo con relación al valor de la eternidad, es esto la misma evidencia. Importa pues grandemente perseverar e ir adelante. Hay almas que han luchado durante mucho tiempo y se desalientan, acaso, cuando se hallan a dos pasos de la fuente de aguas vivas. Entonces, sin oración, se sienten sin fuerzas para llevar la cruz con generosidad; déjanse arrastrar a la vida fácil, superficial, en la cual otras quizás podrán salvarse; pero ellas corren grave riesgo de perderse. ¿Por qué? Porque sus excelentes cualidades, hechas para ir en pos de Dios, las pueden llevar a buscar el absoluto bien, al cual aspiran, allá donde no se encuentra. En ciertas almas no cabe la mediocridad; si no se entregan totalmente a Dios por el camino de la santidad, se darán totalmente a sí mismas. Querrán vivir su vida, complaciéndose en sus prendas, y por ahí corren el riesgo de volver las espaldas a Dios y poner en la satisfacción de la soberbia y demás pasiones su último fin. Hay almas que, en este aspecto, tienen alguna semejanza con el ángel: éste, dice Santo Tomás, es o muy santo o muy perverso, sin término medio posible; y se orienta o en el sentido de una ardiente caridad, o en el del pecado mortal irremisible; el pecado venial no es posible en un puro espíritu, porque su entendimiento y voluntad son demasiado perfectos para quedarse en términos medios: o son santos de una vez o de una vez se hacen demonios

Para perseverar, pues, en la oración, dos cosas son necesarias: tener confianza en Nuestro Señor, que a todas las almas piadosas llama a las vivas aguas de la oración, y dejarse conducir humildemente por el camino que él mismo nos ha elegido y señalado.

El buen Pastor conduce a sus ovejas como lo juzga conveniente. Guía a las unas por el camino de las parábolas, a otras por vía de razonamiento, y a las de más allá, a través de la oscuridad de la fe, les da la intuición inmediata, las amplias vistas de conjunto que son patrimonio de la sabiduría. Deja a ciertas almas, durante largo trecho a veces, en pasos dificultosos y cubiertos de maleza, para hacerlas fuertes y aguerridas. La misma Santa Teresa, y a lo largo de muchos años, tuvo que echar mano del libro para meditar, y la meditación le parecía eterna. Nuestro Señor levanta a la contemplación a las Marías más bien que a las Martas; pero las primeras tropiezan en ella con sufrimientos íntimos que las Martas nunca sienten; y estas últimas, si son fieles y constantes, llegan un día a encontrar las aguas vivas y en ella apagan largamente su sed. Preciso es, pues, dejarse guiar por el camino que Dios nos señala; y aunque las sequedades se vayan prolongando, ha de comprender el alma que no provienen de tibieza, mientras no se hayan dejado llevar por el deleite de las cosas de la tierra y dure en ellas el anhelo de adelanto espiritual. Tales arideces son, por el contrario, muy útiles, pues aun el fuego seca la madera antes de encenderla. Y son necesarias precisamente para secar y rebajar nuestra sensibilidad, viva en demasía, fogosa, exuberante y tumultuosa, de arte que se calme y guarde sumisión al espíritu; para

que sobre las emociones pasajeras se acreciente en nosotros un intenso y puro amor de caridad.

Ciertos días, en fin, contemplaremos a Dios en sí mismo, manteniendo, en la oscuridad de la fe, el pensamiento fijo en la infinita bondad a cuya largueza debemos todos los bienes que recibimos. Y mediante otro vuelo circular, como el del águila, allá por las alturas del aire, tornaremos constantemente a esa consideración de la divina bondad. Y mientras que el egoísta piensa siempre en sí y todo lo hace girar alrededor de sí, nosotros comenzaremos a pensar siempre en Dios y a dirigir a él todas las cosas. Entonces cualquier acontecimiento, aun el más imprevisto y doloroso, nos hará pensar en la gloria de Dios y en la manifestación de su bondad, y nos será dado, aunque sea de lejos, entrever el Bien supremo. En eso consiste la verdadera vida de oración, que en cierto modo permite ver todas las cosas en Dios, y es como el preludio normal de la vida eterna.


EXTRAIDO DE:

P. Reginald Garrigou-Lagrange

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIOR


COMO LLEGAR A LA VIDA DE ORACION


Para alcanzar vida de oración, preciso es que al correr del día, elevemos con frecuencia el corazón hacia el Señor, conversemos con él a propósito de cualquier cosa que nos aconteciere, como lo hacemos con el guía que nos acompaña en la ascensión a una montaña; si lo hacemos así, cada vez que nos detengamos un momento, para comunicar alguna cosa más íntima a ese guía nuestro, tendremos algo interesante que contarle, sobre todo si hemos sido dóciles a sus inspiraciones, ya que estaremos santamente familiarizados con él. Para conseguir esta intimidad, se enseña a los jóvenes religiosos "a rezar la hora" cuando suena el reloj, que es ofrecerse al Señor, para estar más unidos a él y dispuestos a recibirle cuando llegue.

Es necesario, en fin, guardar silencio en el alma, es decir acallar las pasiones, para poder oír la voz del Maestro interior, que nos habla en voz baja, como un amigo a su amigo. Si habitualmente andamos preocupados con nosotros mismos, si nos andamos buscando en el trabajo, en el estudio y en las actividades exteriores, ¿cómo será posible que encontremos gusto en las sublimes armonías de los misterios de la Santísima Trinidad, presente en nosotros, de la Encarnación redentora o de la Santa Eucaristía? Preciso es, pues, que el desorden y los rumores de la sensibilidad cesen si ha de ser posible la vida de oración; por eso no es de extrañar que el Señor castigue tanto la sensibilidad, sobre todo en la noche pasiva de los sentidos, a fin de reducirla al silencio y obligarla a someterse con docilidad al espíritu o parte superior del alma.

Por eso es muy recomendable lo que se ha dado en llamar oración en el trabajo, que consiste en escoger un cuarto de hora a la mañana o a la tarde durante el trabajo intelectual o manual, no para interrumpirlo, sino para realizarlo más santamente bajo la mirada de Dios Nuestro Señor. Es práctica muy provechosa. Consíguese por ese camino dejar de buscarse a sí propio en el trabajo, y eliminar lo que pudiera haber de demasiado natural y de egoísmo en la actividad, para santificarla y no perder la unión con Dios, poniendo a su servicio todas nuestras energías y renunciando a la complacencia y personal satisfacción.


EXTRAIDO DE:

P. Reginald Garrigou-Lagrange

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIOR


La Oracion de Simplicidad


Diríase que muchas veces vivimos en la persuasión de que la oración es una fuerza o energía cuyo principal fundamento somos nosotros mismos, y que por ella pretendemos inclinar la voluntad de Dios, por arte de persuasión. Y lógicamente tropezamos con una dificultad que con frecuencia formularon los deístas de los siglos XVII y XIX: ningún hombre es capaz de mover o inclinar la voluntad de Dios. Este es sin duda la bondad misma, que no pide otra cosa que darse o entregarse; es la misma misericordia siempre dispuesta a venir en auxilio del que padece; mas Dios es también el Ser absolutamente inmutable; la voluntad divina, desde toda la eternidad, es tan inconmovible como misericordiosa. Nadie puede gloriarse de haber conseguido que, en cualquier asunto, Dios vea más claro o cambie su voluntad: "Ego sum Dominus et non mutor: Yo soy el Señor, y no cambio" (Mal., III, 6). Por los decretos de la Providencia, el orden de las cosas está fuerte y suavemente establecido desde el principio

¿Habremos de concluir, con los fatalistas, que la oración no vale nada? ¿Que, roguemos o no, lo que ha de suceder sucederá necesariamente?

Las palabras del Evangelio permanecen inconmovibles: "Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá". La oración, en efecto, no es una fuerza que en nosotros tenga su principio fundamental; ni es un esfuerzo del alma humana para hacer violencia a Dios y obligarle a cambiar sus decretos providenciales. Si a veces se habla de ella en este sentido, sólo es lícito dar a tales palabras un sentido metafórico y ver en ellas una manera humana de expresarse. En realidad, la voluntad de Dios es absolutamente inmutable; mas precisamente esa suprema inmutabilidad es el fundamento y la fuente de la infalible eficacia de la oración. Todo esto es muy sencillo, no obstante estar ahí encerrado el misterio de la gracia. Hay en ello cierta penumbra muy atrayente y bellísima. Subrayemos en primer lugar lo que es claro: la verdadera oración es infaliblemente eficaz, porque Dios, que nunca vuelve atrás, ha decretado que así sea. Esto lo comprendieron clarísimamente los santos al contemplar los misterios de Dios.

No sólo las cosas que suceden han sido previstas y queridas (o permitidas al menos) de antemano por un decreto de la Providencia, sino también el mosto como suceden, y las causas que dan lugar a tales acontecimientos; todo esto fue establecido desde toda la eternidad.

Ninguna criatura existe sino merced a la bondad de Dios. De esto, sólo la criatura racional tiene conciencia. La existencia, la salud, las fuerzas físicas, la luz de la inteligencia, la energía moral, el éxito en nuestras empresas, todas estas cosas son dones de Dios.

Él rústico de Ars solía decir: "Me fijo en Nuestro Señor, y él se fija en mí." Un alma de oración dice mucho en pocas palabras, que vuelve a repetir con frecuencia, sin decir dos veces la misma cosa. Esta prolongada comunión espiritual viene a ser como la respiración del alma o su descanso en Dios.

En consecuencia, pedir la gracia de la contemplación equivale a pedir que la venda de la soberbia espiritual, que cubre nuestros ojos, caiga de una vez, y nos sea dado así penetrar y gustar en verdad los grandes misterios de salud: el del sacrificio de la Cruz, perpetuado en la Misa, y el del sacramento de la Eucaristía, manjar de nuestras almas.

Bossuet, sin peligro alguno de caer en el quietismo, invitanos a esta oración afectiva simplificada, en su precioso opúsculo: Manera breve y fácil de hacer oración con fe y simple presencia de Dios. Citemos los principales pasajes: "Hemos de acostumbrarnos a nutrir el alma con una simple y amorosa mirada a Dios y a Jesucristo Nuestro Señor; para esto, preciso es alejarla, poco a poco, del razonamiento, del discurso y de los multiplicados afectos, para mantenerla en simplicidad, respeto y atención, y acercarla de ese modo más y más a Dios, su único bien soberano, su primer principio y último fin. "La perfección de esta vida consiste en la unión con nuestro soberano bien; y cuanto mayor sea la simplicidad, tanto más perfecta será la unión. Por esta razón la gracia invita interiormente a aquellos que pretenden ser perfectos, a hacerse sencillos, para llegar por ese camino a gozar del Único necesario o sea la unidad eterna... Unum mihi est necessarium... Deus meus et omnia!.. "La meditación es muy conveniente y buena, hecha a su debido tiempo, y muy útil a los principios de la vida espiritual; mas no conviene estacionarse en ella, pues el alma, si permanece fiel al recogimiento y a la mortificación, recibe de ordinario una oración más pura e íntima, que podemos llamar de simplicidad, y consiste en una simple vista o mirada a Dios, a Jesucristo o a alguno de sus misterios. En ella el alma, dejando el

razonamiento, echa mano de una muy dulce contemplación que la mantiene sosegada, atenta y dispuesta a ciertas operaciones y divinas impresiones que el Espíritu Santo le comunica. Hace poco y recibe mucho... y como está más cerca de la fuente de todas las gracias, de todas las luces y de todas las virtudes, más se le da... "Hay que hacer notar que esta verdadera simplicidad hace que vivamos en una muerte continua y en total desasimiento, porque nos hace ir a Dios derechamente, sin detenernos en las criaturas; pero tal gracia de simplicidad no se obtiene mediante la especulación, sino mediante gran pureza de corazón y la verdadera mortificación y desestima propia. Mas quien quisiere evitar el sufrir, humillarse y morir a sí propio, nunca llegará a ella; por eso son tan pocos los que adelantan, porque casi nadie pasa por huir de sí y renunciarse; y, no habiendo esto, harto se pierde y se ve uno privado de riquezas inenarrables... La fidelidad que hace que uno muera a sí mismo. . . es la preparación para esta suerte de oración... "El alma esclarecida e iluminada estima grandemente el modo que tiene Dios de comportarse, al permitir que sea probada por las criaturas y atormentada por las tentaciones y el abandono... Purgada el alma en el purgatorio de los sufrimientos, por el que es preciso pasar, viene la iluminación, el descanso y el gozo en la unión íntima con Dios." Este purgatorio de sufrimientos al que se refiere aquí Bossuet, como necesario antes de la iluminación, es la purgación pasiva de los sentidos de la que más tarde habremos de tratar; ella es, en efecto, a la entrada de la vía iluminativa, a modo de una segunda conversión.


EXTRAIDO DE:

P. Reginald Garrigou-Lagrange

LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIOR