martes, 31 de mayo de 2011

LLAMADO AL SILENCIO DE SAN BRUNO


Hallábase nuestro Santo en París cuando murió, recibidos todos los sacramentos, un famoso doctor de aquella Universidad, hombre, al parecer de todos, de una suma bondad, generalmente reputado por muy virtuoso; y, llevado á la iglesia para darle sepultura, cuando se le estaba cantando el Oficio de difuntos de cuerpo presente, al llegar á la cuarta lección, que comienza Responde mihi, el cadáver levantó la cabeza en el féretro, y con voz lastimosa exclamó: Por justo juicio de Dios soy acusado; dicho esto, volvió á reclinar la cabeza como antes.

Apoderóse de todos los asistentes un general terror, y se determinó dilatar para el día siguiente los funerales. Este día fue mucho mayor el concurso, volvióse á entonar el Oficio, y, al llegar á las mismas palabras, vuelve el cadáver á levantar la cabeza y exclamar con voz más esforzada y más lastimera : Por justo juicio de Dios soy juzgado.

Duplicóse en todos los concurrentes el espanto, y se resolvió diferir la sepultura para el tercer día. En él fue inmenso el concurso; dióse principio al Oficio como los días precedentes, y cuando se cantaron las mismas palabras levanta el difunto la cabeza, y con voz verdaderamente horrible y espantosa exclamó: No tengo necesidad de oraciones: por justo juicio de Dios soy condenado al fuego sempiterno. Ya se deja discurrir la impresión que haría en los ánimos de todos un suceso tan funesto. Hallóse presente Bruno á este triste espectáculo, y se le grabó tan profundamente que, retirándose todo estremecido y todo horrorizado, determinó dejar cuanto tenía y enterrarse en algún horroroso desierto, para pasar en él toda la vida, entregado únicamente á ejercicios de rigor, de mortificación y de penitencia. Parecía necesario un suceso tan trágico para una resolución tan generosa. Estando en estos pensamientos, le entraron á ver seis amigos suyos; y, apenas tomaron asiento, cuando, con las lágrimas en los ojos, les dijo : Amigos, ¿en qué pensamos? Condenóse un hombre que, á juicio de todos, hizo siempre una vida tan cristiana; pues ¿quién podrá fiarse ya con seguridad del testimonio que le dé su equivocada conciencia! Movidos todos aquellos amigos, ya de lo que habían visto, ya de lo que le acababan de oír, protestaron que todos estaban en el mismo pensamiento y en la misma resolución, prontos todos á seguirle. Llamábanse éstos Laudino, que, después de San Bruno, fué el primer prior de la gran Cartuja; Esteban de Bourg y Esteban de Dié, ambos canónigos de San Rufo, en Valencia del Delfinado; un sacerdote, por nombre Hugo, y dos laicos, que se llamaban Andrés y Guerino. Comenzaron á discurrir sobre el desierto adónde se retirarían, y los dos canónigos de San Rufo dijeron que en su país había un santo Obispo, cuyo obispado tenía muchos bosques, muchos peñascos inaccesibles y muchos sitios inhabitables. Era este santo prelado San Hugo, obispo de Grenoble, célebre por su santidad, y uno de los, mayores prelados de su siglo Aplaudieron todos este parecer.

Ante tan gran bondad y amor de Dios la naturaleza tiembla, los sabios tartamudean como locos, y los ángeles y santos quedan cegados por su gloria. Tan abrumadora es la revelación de la naturaleza de Dios, que si su poder no los sostuviera, no me atrevo a pensar qué sucedería.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por el blog.
+ Paz y Bien +