jueves, 24 de noviembre de 2011

Comuniones hechas con poca devoción


¿Qué frutos se pueden esperar de comuniones hechas con tan poco cuidado y devoción?

En algunas partes, aun muchos sacerdotes, por desgracia, apenas se preocupan de la acción de gracias después de la Misa; otros la confunden con el rezo de una parte del oficio, de forma que parecería que no hay en ellos suficiente fervor personal, para dar vida interior a la piedad, en cierto modo oficial, del ministro del Señor. Síguense de ahí muy tristes consecuencias: ¿cómo podrá comunicar a los demás vida divina aquel sacerdote que apenas la tiene para sí? ¿Cómo dar satisfacción a las profundas necesidades espirituales de las almas hambrientas, que muchas veces, después de haberse dirigido a él, se tienen que retirar por no haber encontrado lo que con tanta ansiedad iban buscando? Por eso no es raro ver almas que, teniendo verdadera hambre y sed de Dios, almas que, habiendo recibido mucho, quieren hacer a otros participantes de sus bienes, oyen que alguien les dice: "¡No tenéis por qué sacrificaros tanto! ¡Habéis hecho ya más de lo debido!" ¿Para qué servirían entonces el celo y el fervor de la caridad, y cómo se verificarían las palabras del Salvador: "He venido a traer fuego a la tierra, y qué quiero sino que se extienda por todas partes?" "Yo he venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia:"Una persona verdaderamente piadosa, que se echaba en cara el no pensar bastante durante el día en la santa comunión hecha por la mañana, recibió una vez esta respuesta: "Tampoco solemos pensar en la comida que hicimos algunas horas antes." Fué ésta la respuesta que le dio el naturalismo práctico, que pierde de vista la inmensa distancia que separa al pan eucarístico del pan ordinario. El estado de espíritu que tales palabras revelan es manifiestamente lo más opuesto a la contemplación del misterio de la Eucaristía, y procede de una negligencia habitual con que normalmente se reciben los más preciados dones de Dios. Por ese camino se llega pronto a no darse cuenta de su valor, que sólo se conoce teóricamente; y los consejos que salen de la boca de quienes están en ese estado han perdido la virtud de acercar las almas a Dios, pues no pasan de ordinario del nivel de una casuística estéril que sólo se preocupa en fijar normas y grados para evitar el pecado. Tal estado de espíritu puede llevar muy lejos; se llega en él a olvidar que todo cristiano, cada cual según su condición, está en la obligación de tender a la perfección de la caridad, en virtud del supremo mandamiento: "Amarás al Señor Dios tuyo de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas" (Luc., X, 27).

Siguiendo ese camino, el sacerdote y el religioso llegarían a olvidarse de su obligación, no sólo general, sino especial, de tender a la perfección, para cumplir más santamente cada día sus sagradas funciones y ministerios, y vivir en más íntima unión con el Señor. En ciertos períodos de la historia de las Órdenes monásticas, algunos religiosos, después de haber celebrado su misa privada, omitían la asistencia a la misa conventual, aun en las fiestas, mientras no fuera canónicamente cierto que tenían esa obligación. Si hubieran hecho con fervor la acción de gracias, ¿habrían procedido de esta forma? La casuística tendía a prevalecer sobre la espiritualidad, que era considerada como cosa secundaria. Si para nosotros llega un día en que consideremos la unión con Dios como cosa secundaria, será que hemos dejado de aspirar y tender a la perfección, y que hemos perdido de vista el supremo mandamiento que acabamos de citar. Nuestro juicio no sería juicio de sabiduría, ni se inspiraría en ese don: estaríamos ya precipitándonos por la pendiente de la insensatez espiritual, a la cual se llega por el camino de la negligencia. La negligencia en la acción de gracias se convierte luego en negligencia en la adoración, que acabaría por no ser sino un gesto exterior en la súplica y en la reparación. Se perderían así de vista cada vez más completamente los cuatro fines del sacrificio, entregándose con frecuencia a cosas completamente secundarias que además perderían su propio valor moral y espiritual, desde el momento que no estuvieran vivificadas por la unión con Dios. Todo beneficio exige el agradecimiento, y un beneficio inconmensurable demanda un agradecimiento proporcionado. Como no somos capaces de tenerlo para con Dios, pidamos a María medianera que venga en nuestro auxilio y nos haga tomar parte en la acción de gracias que ella ofreció al Señor después del sacrificio de la Cruz, después del Consummatum est, y después de las misas del apóstol San Juan. Tanta negligencia en la acción de gracias por la santa comunión proviene de que no conocernos corno debiéramos el don de Dios: si scires donum Dei! Pidamos al Señor, humilde pero ardientemente, la gracia de un vivísimo espíritu de fe, que nos permita comprender mejor cada día el valor de la Eucaristía; pidamos la gracia de la contemplación sobrenatural de este misterio de fe, es decir el conocimiento vivo y claro que procede de los dones de inteligencia y de sabiduría, y es el principio de una ferviente acción de gracias, tanto más intensa cuanto fuere mayor el conocimiento de la grandeza del don que hemos recibido [664] .

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