EL PECADO VENIAL
Después
del pecado mortal, nada hay que debamos evitar con más cuidado que el pecado
venial. Aunque sea mucho menos horroroso que el mortal, está situado todavía en
la línea del mal moral, que es el mayor de todos los males. Ante él palidecen
y son como si no fueran todos cuantos males y desgracias de orden físico puedan
caer sobre nosotros y aun sobre el universo entero. Ni la enfermedad ni la
misma muerte se le pueden comparar. Y la ganancia de todas las riquezas del
mundo y el dominio natural de la creación entera no podrían compensar la
pérdida sobrenatural que ocasiona en el alma un solo pecado venial. Es preciso,
pues, tener ideas claras sobre su naturaleza, clases, malicia
y
lamentables consecuencias, con el fin de concebir un gran horror hacia él y
poner en práctica todos los medios para evitarlo.
Naturaleza del pecado venial.—Es una de las cuestiones más difíciles
que se pueden plantear en teología. Para nuestro propósito basta saber que, a
diferencia del pecado mortal, se trata de una simple desviación, no de una
total aversión del último fin; es una enfermedad, no la muerte del alma. El
pecador que comete un pecado mortal es como el viajero que, pretendiendo llegar
a un punto determinado, se pone de pronto completamente de espaldas a él y
empieza a caminar en sentido contrario. El que comete un pecado venial, en
cambio, se limita a hacer u n rodeo o desviación del recto camino, pero sin
perder la orientación fundamental hacia el punto adonde se encamina.
División.—Se
distinguen tres clases de pecad os veniales:
a)
Por su propio género, o sea los que por su misma naturaleza no envuelven
sino un leve desorden o desviación (v.gr., una pequeña mentira sin perjuicio
para nadie).
b)
Por parvedad de materia, o sea aquellos pecados que de suyo están
gravemente prohibidos, pero que por la pequenez de la materia no envuelven sino
un ligero desorden (v.gr., el robo de una pequeña moneda).
c)
Por la imperfección del acto, o sea cuando faltan la plena advertencia o
el pleno consentimiento en materias que con ellos serían de suyo graves (v.gr.,
pensamientos obscenos semi-advertidos o semi-deliberados).
La
simple multiplicación de los pecados veniales, de suyo no los hace cambiar de
especie. Mil pecados veniales no equivaldrían jamás a un solo pecado mortal.
Sin embargo, un pecado venial podría convertirse en mortal por varios
capítulos:
a)
Por conciencia errónea o también seriamente dudosa
acerca de la malicia grave de una acción que se ejecuta temerariamente.
b)
Por su fin gravemente malo (como el que injuria
levemente al prójimo con el fin de hacerle pronunciar una blasfemia).
c)
Por peligro próximo de caer en pecado mortal si
comete el venial (como el que se deja llevar un poco de la ira sabiendo que
suele acabar injuriando gravemente al prójimo).
d)
Por escándalo grave que ocasionará verosímilmente
(como un sacerdote
que
por simple curiosidad entrara en plena fiesta en una sala de baile
de
mala fama).
e)
Por desprecio formal de una ley que obliga levemente
10.
f)
Por acumulación de materia que puede llegar a ser
grave; v.gr., el que comete varios hurtos pequeños hasta llegar a materia
grave: en el último comete pecado mortal (y ya en el primero si tenía intención
de llegar poco a poco a la cantidad grave). «1-11,72,5. 9 Y así, v.gr.,
el que creyera erróneamente que una acción de suyo lícita es un pecado mortal,
peca mortalmente si la comete. Y lo mismo el que duda seriamente si lo será o
no: es preciso que salga de la duda (v.gr., estudiando, preguntando a un
sacerdote, etc.) antes de lanzarse temerariamente a la acción. El desprecio se
llama formal si recae sobre la autoridad misma, material si sobre
otro aspecto diverso, v.gr., sobre la cosa mandada, que parece de poca
importancia, etc. En el primer caso hay siempre un grave desorden si se hace
con toda advertencia y deliberación contra la autoridad misma en cuanto tal.
el
pecado venial. Con razón escribe Santa Teresa: «Pecado muy de advertencia, por
chico que sea, Dios nos libre de él. [Cuánto más que no hay poco, siendo contra
una tan gran Majestad y viendo que nos está mirando! Que esto me parece a mí es
pecado sobrepensado y como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo
que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi
antojo y apetito que no vuestra voluntad. Y que en cosa de esta suerte hay
poco, a mí no me lo parece por leve que sea la culpa, sino mucho y muy mucho».
Tan
grave es, en efecto, la malicia de u n pecado venial en cuanto ofensa de Dios,
que no debería cometerse aunque con él pudiéramos sacar todas las almas del
purgatorio y aun extinguir para siempre las llamas del infierno. Con todo, hay
que distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad, cometidos
por sorpresa o con poca advertencia y deliberación, y los que se cometen fríamente,
dándose perfecta cuenta de que con ello se desagrada a Dios. Los primeros
nunca los podremos evitar del todo 13, y Dios, que conoce muy bien el barro de
que estamos hechos, se apiada fácilmente de nosotros. Lo único que cabe hacer
con relación a esas faltas de pura fragilidad y flaqueza es tratar de disminuir
su número hasta donde sea posible y evitar el desaliento, que sería
fatal para el adelanto en la perfección y que supone siempre un fondo de amor
propio más o menos disimulado. Escuchemos sobre este punto a San Francisco de
Sales:
«Aunque
es razón sentir disgusto y pesar de haber cometido algunas faltas, no ha de ser
este disgusto agrio, enfadoso, picante y colérico; y así es gran defecto el de
aquellos que, en viéndose encolerizados, se impacientan de su impaciencia misma
y se enfadan de su mismo enfado... Créeme, Filotea, que así como a un hijo le
hacen más fuerza las reconvenciones dulces y cordiales de su padre que no sus
iras y enfados, así también, si nosotros reprendemos a nuestro corazón cuando
comete alguna falta con suaves y pacíficas reconvenciones, usando más de
compasión que de enojo y animándole a la enmienda, conseguiremos que conciba un
arrepentimiento mucho más profundo y penetrante que el que pudiera concebir entre
el resentimiento, la ira y la turbación... Cuando cayere, pues, tu corazón,
levántale suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el
conocimiento de tu miseria, sin admirarte de tu caída; pues ¿qué extraño es que
la enfermedad sea enferma, y la flaqueza flaca, y la miseria miserable? Pero,
sin embargo, detesta de todo corazón la ofensa que has hecho a Dios y, llena de
ánimo y de confianza en su misericordia, vuelve a emprender el ejercicio de
aquella virtud que has abandonado». Haciéndolo así, reaccionando prontamente
contra esas faltas de fragilidad con un arrepentimiento profundo, pero
lleno de mansedumbre, de humildad y confianza en la misericordia del Señor,
apenas dejan huella en el alma y no representan un obstáculo serio en el camino
de nuestra santificación. Pero cuando los pecados veniales se cometen fríamente,
dándose perfecta cuenta, con plena advertencia y deliberación, representan un
obstáculo insuperable para el perfeccionamiento del alma. Imposible dar un paso
firme en el camino de la santidad. Esos pecados cometidos con tanta indelicadeza
y desenfado contristan al Espíritu Santo, como dice San Pablo
(Eph. 4,30), y paralizan por completo su actuación santificadora en el alma.
Escuchemos al P. Lallemant:
«Uno
se pasma al ver tantos religiosos que, después de haber vivido cuarenta y
cincuenta años en gracia, diciendo misa todos los días y practicando todos los
santos ejercicios de la vida religiosa y, por consiguiente, poseyendo todos los
dones del Espíritu Santo en un grado físico muy elevado y correspondiente a
esta suerte de perfección de la gracia que los teólogos llaman gradual, o
de acrecentamiento físico; uno se pasma, digo, al ver que estos religiosos nada
de los dones del.Espíritu Santo dan a conocer en sus actos y en su conducta; al
ver que su vida es completamente natural; que, cuando se les reprende o se les
disgusta, muestran su resentimiento; que manifiestan tanta solicitud por las
alabanzas, por la estima y el aplauso del mundo, se deleitan en ello, aman y
buscan sus comodidades y todo lo que halaga el amor propio. No hay por qué
pasmarse; los pecados veniales que cometen continuamente tienen como atados los
dones del Espíritu Santo; no es maravilla que no se vean en ellos los efectos.
Es verdad que estos dones crecen juntamente con la caridad habitualmente y
en su ser físico, mas no actualmente y en la perfección que responde al
fervor de la caridad y que aumenta en nosotros el mérito, porque los pecados
veniales, oponiéndose al fervor de la caridad, impiden la operación de los
dones del Espíritu Santo. Si estos religiosos procuraran la pureza del corazón,
el fervor de la caridad crecería en ellos más y más y los dones del Espíritu
Santo brillarían en toda su conducta; pero jamás se les verá aparecer mucho,
viviendo como viven sin recogimiento, sin atención a su interior, dejándose
llevar y arrastrar de sus inclinaciones, no evitando sino los pecados más
graves y descuidando las cosas pequeñas». Nos ayudará todavía a comprender la
malicia del pecado venial deliberado la consideración de los lamentables
efectos que trae consigo en esta vida y en la otra.
Efectos
del pecado venial deliberado.—En esta vida.—Cuatro son—en
esta vida—las principales consecuencias del pecado venial cometido con
frecuencia y deliberadamente:
1.*
Nos PRIVA DE MUCHAS GRACIAS ACTUALES que el Espíritu Santo tenía vinculadas a
nuestra exactitud y fidelidad, destruidas por el pecado venial voluntario. Esta
privación determinará unas veces la caída en una tentación que hubiéramos
evitado con esa gracia actual de que hemos sido privados; otras, la negación de
un nuevo avance en la vida espiritual; siempre, una disminución del grado de
gloria eterna que hubiéramos podido alcanzar con la resistencia a aquella
tentación o con aquel crecimiento espiritual. Sólo a la luz de la
eternidad—cuando ya no haya remedio—nos daremos cuenta de que se trataba de un
tesoro infinitamente superior al mundo entero. ¡Y lo perdimos alegremente por
el antojo y capricho de cometer un pecado venial!
2.a
DISMINUYE EL FERVOR DE LA CARIDAD y la generosidad en el servicio de Dios. Este
fervor y generosidad supone un sincero deseo de la perfección y un
esfuerzo constante hacia ella, cosas de] todo incompatibles con el
pecado venial voluntario, que significa una renuncia al ideal de superación y
una parada voluntaria en la lucha empeñada para ello.
3.a
AUMENTA LAS DIFICULTADES PARA EL EJERCICIO DE LA VIRTUD.— Es una resultante de
las dos consecuencias anteriores. Privados de muchas gracias actuales que
necesitaríamos para mantenernos en el camino del bien y disminuido nuestro
fervor y generosidad en el servicio de Dios, el alma se va debilitando poco a
poco y perdiendo cada vez más energías. La virtud aparece más difícil, la
cuesta que conduce a la cima resulta cada vez más escarpada, la experiencia de
los pasados fracasos—de los que únicamente ella tiene la culpa—descorazonan al
alma y, a poco que el mundo atraiga con sus seducciones y el demonio
intensifique sus asaltos, lo echa todo a rodar y abandona el camino de la
perfección y acaso se entrega sin resistencia al pecado. De donde:
4.a
PREDISPONE PARA EL PECADO MORTAL.—Es afirmación clara del Espíritu Santo que
«el que desprecia lo pequeño, poco a poco se precipitará» (Eccli. 19,1). La
experiencia confirma plenamente el oráculo divino. Rara vez se produce la caída
vertical de un alma llena de vida y pujanza sobrenaturales, por violento que
sea el ataque de sus enemigos. Casi siempre, las caídas que dejan al alma
maltrecha junto al polvo del camino se han ido preparando poco a poco. El alma
ha ido cediendo terreno al enemigo, ha ido perdiendo fuerzas con sus
imprudencias voluntarias en cosas que estimaba de poca monta, han ido
disminuyéndose las luces e inspiraciones divinas, se han desmoronado poco a
poco las defensas que guardaban la fortaleza de nuestra alma, y llega un
momento en que el enemigo, con un furioso asalto, se apodera de la plaza. EN EL
PURGATORIO.—La única razón de ser de las penas del purgatorio es el castigo y
la purificación del alma. Todo pecado, además de la culpa, lleva consigo un
reato de pena, que hay que satisfacer en esta vida o en la otra. El reato de
pena procedente de los pecados mortales ya perdonados en cuanto a la culpa y el
de los veniales perdonados o no en esta vida: he ahí el combustible que
alimenta el fuego del purgatorio. «Todo se paga», decía Napoleón en Santa
Elena; y en ninguna cosa se cumple mejor esta sentencia que en lo relativo a!
pecado. Dios no puede renunciar a su justicia, y el alma tendrá que pagar hasta
el último maravedí antes de ser admitida al goce beatífico. Y las penas que en
el purgatorio tendrá que sufrir por esas faltas que ahora tan ligeramente
comete calificándolas de «bagatelas», de «escrúpulos» y de peccata minuta exceden
a las mayores que en este mundo se pueden sufrir. Lo dice expresamente Santo
Tomás 17, y sus razones quedan plenamente confirmadas si tenemos en cuenta que
las penas de esta vida, por terribles que sean, son de tipo puramente natural,
mientras que las del purgatorio pertenecen al orden sobrenatural de la
gracia y la gloria; hay un abismo entre ambos órdenes, y tiene que haberlo, por
consiguiente, entre las penas correspondientes.
2.0
EN EL CIELO.—Los aumentos de gracia santificante de que el alma quedó privada
en esta vida por la substracción de tantas gracias actuales en castigo de sus
pecados veniales, tendrán una repercusión eterna. El alma tendrá en el cielo
una gloria menor de la que hubiera podido alcanzar con un poco más de
cuidado y fidelidad a la gracia y, lo que es infinitamente más lamentable
todavía, glorificará, menos a Dios por toda la eternidad. El grado de gloria
propio y de glorificación divina está en relación directa con el grado de gracia
conseguido en esta vida. ¡Pérdida irreparable, que constituiría un verdadero
tormento para los bienaventurados si fueran capaces de sufrir.
Medios
de combatir el pecado venial.—Ante todo es menester concebir u n
gran horror hacia él. N o daremos un solo paso firme y serio en el camino de nuestra
santificación hasta que lo consigamos plenamente. Para ello nos ayudará mucho
considerar despacio las razones que acabamos de exponer sobre su malicia y fatales
consecuencias. Hemos de volver a la carga una y otra vez en la lucha contra el
pecado venial, sin abandonarla un instante con el
pretexto
de «tomar aliento». E n realidad, con esas paradillas y vacaciones en la vida
de fervor y de vigilancia continua, quien «toma aliento» es el pecado, azuzado
por nuestra indolencia y cobardía. Hay que ser muy fieles al examen de
conciencia, general y particular; hemos de incrementar nuestro espíritu
de sacrificio y de oración; hemos de guardar el recogimiento exterior e
interior en la medida máxima que nos permitan las obligaciones del propio
estado; hemos de recordar, en fin, el ejemplo de los santos, que se
hubieran dejado matar antes que cometer un solo pecado venial deliberado.
Cuando logremos arraigar en nuestra alma esta disposición de un modo permanente
y habitual; cuando estemos dispuestos, con prontitud y facilidad, a practicar
cualquier sacrificio que sea necesario para evitar un pecado venial deliberado
por mínimo que parezca, habremos llegado al segundo grado negativo de la
piedad, que consiste en la fuga del pecado venial. No es empresa fácil. Si el
primer grado—fuga absoluta del pecado mortal—cuesta ya tantas luchas, ¿qué
decir de la fuga absoluta del pecado venial ? Pero por difícil que sea, es
perfectamente posible irse acercando a ese ideal con la lucha constante y la
humilde oración hasta conseguirlo en la misma medida en que lo consiguieron los
santos.
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