miércoles, 11 de abril de 2012

LOS TRES CONSEJOS EVANGÉLICOS Y LAS HERIDAS DEL ALMA


Nuestro Señor dijo al joven rico del que habla el Evangelio de San Mateo, XIX, 21:

"Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y da su precio a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven luego y sígueme." El evangelista añade: "Al oír estas palabras, el joven se alejó triste, porque tenía grandes posesiones." La práctica efectiva de los tres consejos evangélicos no es obligatoria ni indispensable para llegar a la perfección a la cual todos debemos aspirar; pero es un medio muy conveniente para conseguir más segura y rápidamente el fin, y no exponernosa quedarnos a mitad del camino. Hemos dicho, en efecto, que no es posible alcanzar la perfección sin tener el espíritu de los consejos, o sea el espíritu de desasimiento. Pero es difícil adquirir tal espíritu sin la práctica efectiva de ese desasimiento que tan duro pareció al joven del evangelio.
Es posible alcanzar la santidad en el estado matrimonial, como Santa Clotilde, San Luis, la beata Ana María Taigi; pero es más difícil llegar a ella por ese camino. Es difícil estar poseído del espíritu de desprendimiento de los bienes terrenos, de los placeres no pecaminosos, y de la propia voluntad, si de hecho, no nos separamos de esas cosas. El cristiano que vive en el mundo está expuesto a dejarse absorber desmesuradamente por la preocupación de adquirir una situación o conservarla para sí o para los suyos, y olvidarse un tanto de que va camino de otra patria que no está en la tierra; y que para conquistarla se necesita, no precisamente talento en los negocios, sino la ayuda divina que obtenemos por la oración, y el fruto de la gracia, que son los méritos. Se ve inclinado igualmente, en la vida de familia, a entretenerse en afecciones en las que encuentra legítima satisfacción a la necesidad de amar, olvidando que sobre todas las cosas debe amar a Dios, con todo su corazón, alma, fuerzas y espíritu. Y con frecuencia acaece que la caridad no es en él la llama viva que se levanta hacia Dios, vivificando todas las otras afecciones, sino una pequeña brasa que poco a poco se extingue bajo las cenizas. De ahí la facilidad con que tantos cristianos caen en el pecado, sin reflexionar apenas que el pecado es infidelidad a la divina amistad, que debería ser el más profundo sentimiento del corazón. En fin, el cristiano que vive en el mundo está constantemente expuesto a hacer su voluntad, al margen, por decirlo así, de la de Dios; y después de haber concedido algunos instantes a la oración, el domingo y acaso cada día por la mañana, a ordenar su vida desde un punto de vista puramente natural, con la razón más o menos deformada por el propio amor y los prejuicios o convenciones de su ambiente. Y así resulta que la fe se reduce prácticamente a unas cuantas verdades sagradas, aprendidas de memoria, pero que para nada influyen en su vida. La inteligencia está demasiado preocupada con los intereses terrenales y otras fruslerías; y al presentarse algunas graves dificultades que exigirían gran energía moral, cae uno en la cuenta de que el espíritu de fe está ausente; las altas verdades acerca de la vida futura, y de la asistencia con que nos socorre el Señor, resultan prácticamente ineficaces, son como verdades lejanas, perdidas entre la bruma, que nunca fueron asimiladas. Es que falta la fe práctica que haría descender la luz de los misterios en medio de las dificultades de la vida cotidiana. Tales son los peligros con que tropieza el cristiano cuando no se esmera en practicar los consejos evangélicos en cuanto le es posible. Y si sigue resbalando por esta pendiente, se extravía y cae progresivamente en las tres enfermedades morales que radicalmente se oponen a los tres consejos; aquellas de que habla el apóstol San Juan cuando dice: "Todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida: lo cual no nace del Padre, sino del mundo" (1Joan, II, 16). Éstas son las tres llagas purulentas que destruyen las almas y les acarrean la muerte, alejándolas de Dios. Estas tres plagas o heridas morales aparecieron en el mundo luego del pecado del primer hombre y de nuestros numerosos pecados personales. Para comprender su gravedad preciso es recordar que ellas reemplazan, a fondo, a la triple armonía que existía en el estado de justicia original, triple armonía que el Salvador pretende restablecer mediante los consejos evangélicos. Allá en el primer día de la creación, existía perfecta armonía entre Dios y la criatura, entre el alma y el cuerpo, entre el cuerpo del hombre y los bienes inferiores. Existía armonía entre Dios y el alma, ya que ésta fué creada para conocer a Dios, amarle y servirle, y así conseguir la vida eterna. El primer hombre, que había sido creado en "estado de santidad y de justicia original", era un contemplativo que conversaba familiarmente con Dios. como lo traen los primeros capítulos del Génesis. Su alma se nutría principalmente de las cosas divinas, "un poco menos que los ángeles" (Salm. VIII, 6); y a través de Dios consideraba todas las cosas y obedecía al Señor. De esta superior armonía derivaba la que existía entre el alma y el cuerpo hecho para servir al alma. Como el alma estaba perfectamente subordinada a Dios, ejercía su imperio sobre el cuerpo; las pasiones o movimientos de la sensibilidad seguían dócilmente la dirección de la recta razón esclarecida por la fe, y el impulso de la voluntad vivificada por la caridad. Había, en fin, armonía entre el cuerpo y los bienes externos; la tierra daba espontáneamente sus frutos, sin necesidad de gran trabajo, y los animales eran dóciles al hombre que había recibido el mando sobre ellos y no le hacían ningún mal. El pecado vino a turbar esta triple armonía, destruyendo la más alta de las tres, e introdujo en su lugar el triple desorden, llamado por San Juan "el orgullo de la vida, la concupiscencia de la carne y la concupiscencia de los ojos". El hombre se rebeló contra la ley de Dios, y el alma humana, inclinada desde este momento a la soberbia, va repitiendo con frecuencia: "non serviam, no obedeceré". Cesó en ese momento de nutrirse de la verdad divina, complaciéndose en sus pequeñas ideas, estrechas, falsas, sin fuste; pretendió crearse su propia verdad, V dirigirse solo, limitando cuanto le fué posible la autoridad de Dios, en lugar de recibir de su mano la dirección saludable que conduce a la verdadera vida.
Al rehusar someterse a Dios, perdió el alma su imperio sobre el cuerpo y sobre las pasiones, hechas para obedecer a la razón y a la voluntad. Más aun, el alma se reduce con frecuencia a la condición de esclava del cuerpo y de sus inferiores instintos; que es la concupiscencia de la carne. Muchas personas se olvidan de su destino divino, hasta el punto de ocuparse desde la mañana hasta la noche únicamente de su cuerpo, que viene a ser su ídolo. Las pasiones reinan como señoras, y el alma se hace su esclava, porque las pasiones, opuestas entre sí, el amor, la envidia, la cólera y el odio, se van turnando en ella, bien a su pesar. Y el alma, en vez de dirigirlas, se siente por ellas arrastrada, como por caballos desbocados que no obedecen al freno. El cuerpo, en fin, en vez de servirse de los bienes externos, hácese su esclavo. Se arruina a veces para procurarse esos bienes externos en abundancia, se rodea de un lujo odioso, a costa de los pobres que tienen hambre. Tiene necesidad de todo lo que brilla y le hace llamativo: y esto es la concupiscencia de los ojos. Y después de haber acumulado una fortuna, el cuidado de conservarla V hacerla aumentar viene a ser la ocupación absorbente de muchos hombres que, esclavos de sus negocios, nunca encuentran tiempo para orar, para leer una página del evangelio, para alimentar su alma; se instalan en la tierra como si aquí debieran permanecer eternamente, sin acordarse apenas de su salud eterna. Esta triple esclavitud, que reemplaza a aquella triple armonía, es el desorden erigido en sistema. Pero el Salvador vino al mundo precisamente a restaurar el orden destruido, y para conseguir su intento nos enseñó los tres consejos evangélicos.

R. Garrigou-Lagrange
LAS TRES EDADES DE LA VIDA INTERIOR.

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