Los pecadores. Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre este mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón. Estos desgraciados son «almas tullidas - dice Santa Teresa - que, si no viene el mismo Señor a mandarlas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro». En gran peligro están en efecto de eterna condenación. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte será espantosa para toda la eternidad. El pecado mortal habitual tiene ennegrecidas sus almas de tal manera, que «no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más» 2. Afirma Santa Teresa que, si entendiesen los pecadores cómo queda un alma cuando peca mortalmente, «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones». Sin embargo, no todos los que viven habitualmente en pecado han contraído la misma responsabilidad ante Dios. Podemos distinguir cuatro clases de pecados, que señalan otras tantas categorías de pecadores, de menor a mayor:
a) Los PECADOS DE IGNORANCIA. No nos referimos á una ignorancia total e invencible que eximiría enteramente del pecado, sino al resultado de una educación antirreligiosa o del todo indiferente, junto con una inteligencia de muy cortos alcances y un ambiente hostil o alejado de toda influencia religiosa. Los que viven en tales situaciones suelen tener, no obstante, algún conocimiento de !a malicia del pecado. Se dan perfecta cuenta de que ciertas acciones que cometen con facilidad no son rectas moralmente. Acaso sienten, de vez en cuando, las punzadas del remordimiento. Tienen, por lo mismo, suficiente capacidad para cometer a sabiendas un verdadero pecado mortal que los aparte del camino de su salvación. Pero al lado de todo esto es preciso reconocer que su responsabilidad está muy atenuada delante de Dios. Si han conservado el horror a lo que les parecía más injusto o pecaminoso; si el fondo de su corazón, a pesar de las flaquezas exteriores, se ha mantenido recto en lo fundamental; si han practicado, siquiera sea rudimentariamente, alguna devoción a la Virgen aprendida en los días de su infancia; si se han abstenido de atacar a la religión y sus ministros, y sobre todo, si a la hora de la muerte aciertan a levantar el corazón a Dios llenos de arrepentimiento y confianza en su misericordia, no cabe duda que serán juzgados con particular benignidad en el tribunal divino. Si Cristo nos advirtió que se le pedirá mucho a quien mucho se le dio (Le. 12,48), es justo pensar que poco se le pedirá a quien poco recibió. Estos tales suelen volverse a Dios con relativa facilidad si se les presenta ocasión oportuna para ello. Como su vida descuidada no proviene de verdadera maldad, sino de una ignorancia profundísima, cualquier situación que impresione fuertemente su alma y les haga entrar dentro de sí puede ser suficiente para volverlos a Dios. La muerte de un familiar, unos sermones misionales, el ingreso en un ambiente religioso, etc., bastan de ordinario para llevarles al buen camino. De todas formas, suelen continuar toda su vida tibios e ignorantes, y el sacerdote encargado de velar por ellos deberá volver una y otra vez a la carga para completar su formación y evitar al menos que vuelvan a su primitivo estado.
b) Los PECADOS DE FRAGILIDAD. Son legión las personas suficientemente instruidas en religión para que no se puedan achacar sus desórdenes a simple ignorancia o desconocimiento de sus deberes. Con todo, no pecan tampoco por maldad calculada y fría. Son débiles, de muy poca energía y fuerza de voluntad, fuertemente inclinados a los placeres sensuales, irreflexivos y atolondrados, llenos de flojedad y cobardía. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, «quisieran» ser uno de ellos, pero les falta el coraje y la energía para serlo en realidad. Estas disposiciones no les excusan del pecado; al contrario, son más culpables que los del capítulo anterior, puesto que pecan con mayor conocimiento de causa. Pero en el fondo son más débiles que malos. Él encargado de velar por ellos ha de preocuparse, ante todo, de robustecerlos en sus buenos propósitos, llevándolos a la frecuencia de sacramentos, a la reflexión, huida de las ocasiones, etc., para sacarlos definitivamente de su triste situación y orientarlos por los caminos del bien.
c) Los PECADOS DE FRIALDAD E INDIFERENCIA. - Hay otra tercera categoría de pecadores habituales que no pecan por ignorancia, como los del primer grupo, ni les duele ni apena su conducta, como a los del segundo. Pecan a sabiendas de que pecan, no precisamente porque quieran el mal por el mal o sea, en cuanto ofensa de Dios, sino porque no quieren renunciar a sus placeres y no les preocupa ni poco ni mucho que su conducta pueda ser pecaminosa delante de Dios. Pecan con frialdad, con indiferencia, sin remordimientos de conciencia o acallando los débiles restos de la misma para continuar sin molestias su vida de pecado. La conversión de estos tales se hace muy difícil. La continua infidelidad
a las inspiraciones de la gracia, la fría indiferencia con que se encogen de hombros ante los postulados de la razón y de la más elemental moralidad, el desprecio sistemático de los buenos consejos que acaso reciben de los que les quieren bien, etc., etc., van endureciendo su corazón y encalleciendo su alma, y sería menester un verdadero milagro de la gracia para volverlos al buen camino. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte eterna será deplorable. El medio quizá más eficaz para volverlos a Dios sería conseguir de ellos que practiquen una tanda de ejercicios espirituales internos con un grupo de
personas afines (de la misma profesión, situación social, etc.). Aunque parezca extraño, no es raro entre esta clase de hombres la aceptación «para ver qué es eso» de una de esas tandas de ejercicios, sobre todo si se lo propone con habilidad y cariño algún amigo íntimo. Allí les espera con frecuencia la gracia tumbativa de Dios. A veces se producen conversiones ruidosas, cambios radicales de conducta, comienzo de una vida de piedad y de fervor en los que antes vivían completamente olvidados de Dios. El sacerdote que haya tenido la dicha de ser el instrumento de las divinas misericordias deberá velar sobre su convertido y asegurar, mediante una sabia y oportuna dirección espiritual, el fruto definitivo y permanente de aquel retorno maravilloso a Dios. Algo parecido a esto suele ocurrir en los admirables «cursillos de cristiandad».
d) Los PECADOS DE OBSTINACIÓN Y DE MALICIA. Hay, finalmente, otra cuarta categoría de pecadores, la más culpable y horrible de todas. Ya no pecan por ignorancia, debilidad o indiferencia, sino por refinada malicia y satánica obstinación. Su pecado más habitual es la blasfemia, pronunciada precisamente por odio contra Dios. Acaso empezaron siendo buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco; sus malas pasiones, cada vez más satisfechas, adquirieron proporciones gigantescas, y llegó un momento en que se consideraron definitivamente fracasados. Ya en brazos de la desesperación vino poco después, como una consecuencia inevitable, la defección y apostasía. Rotas las últimas barreras que les detenían al borde del precipicio, se lanzan, por una especie de venganza contra Dios y su propia conciencia, a toda clase de crímenes y desórdenes. Atacan fieramente a la religión de la que acaso habían sido sus ministros, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, ingresan en las sectas anticatólicas, propagando sus doctrinas malsanas con celo y ardor inextinguible, y, desesperados por los gritos de
su conciencia que chilla a pesar de todo, se hunden más y más en el pecado. Es el caso de Juliano el Apóstata, Lutero, Calvino, Voltaire y tantos otros menos conocidos, pero no menos culpables, que han pasado su vida pecando contra la luz con obstinación satánica, con odio refinado a Dios y a todo lo santo. Diríase que son como una encarnación del mismo Satanás. Uno de estos desgraciados llegó a decir en cierta ocasión: «Yo no creo en la existencia del infierno; pero si lo hay y voy a él, al menos me daré el gustazo de no inclinarme nunca delante de Dios». Y otro, previendo que quizá a la hora de la muerte le vendría del cielo la gracia del arrepentimiento, se cerró voluntariamente a cal y canto la posibilidad de la vuelta a Dios, diciendo a sus amigos y familiares: «Si a la hora de la muerte pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis; es que estaré delirando». La conversión de uno de estos hombres satánicos exigiría un milagro de la gracia mayor que la resurrección de un muerto en el orden natura! Es inútil intentarla por vía de persuasión o de consejo; todo resbalará como el agua sobre el mármol o producirá efectos totalmente contraproducentes. No hay otro camino que el estrictamente sobrenatural: la oración, el ayuno, las lágrimas, el recurso incesante a la Virgen María, abogada y refugio de pecadores. Se necesita un verdadero milagro, y sólo Dios puede hacerlo. No siempre lo hará a pesar de tantas súplicas y ruegos. Diríase que estos desgraciados han rebasado ya la medida de la paciencia de Dios y están destinados
a ser, por toda la eternidad, testimonios vivientes de cuan inflexible y rigurosa es la justicia divina cuando se descarga con plenitud sobre los que han abusado definitivamente de su infinita misericordia. Prescindamos de estos desgraciados, cuya conversión exigiría un verdadero milagro de la gracia, y volvamos nuestros ojos otra vez a esa muchedumbre inmensa de los que pecan por fragilidad o por
ignorancia; a esa gran masa de gente que en el fondo tienen fe, practican algunas devociones superficiales y piensan alguna vez en las cosas de su alma y de la eternidad, pero absorbidos por negocios y preocupaciones mundanas, llevan una vida casi puramente natural, levantándose y cayendo continuamente y permaneciendo a veces largas temporadas en estado de pecado mortal. Tales son la inmensa mayoría de los cristianos de «programa mínimo» (misa dominical, confesión anual, etc.), en los que está muy poco desarrollado el sentido cristiano, y se entregan a una vida sin horizontes sobrenaturales, en la que predominan los sentidos sobre la razón y la fe y en la que se hallan muy expuestos a perderse. ¿Qué se podrá hacer para llevar estas pobres almas a una vida más cristiana, más en armonía con las exigencias del bautismo y de sus intereses eternos? Ante todo hay que inspirarles un gran horror al pecado mortal. Para lograrlo, nada mejor, después de la oración, que la consideración de su gravedad y de sus terribles consecuencias. Escuchemos en primer lugar a Santa Teresa de Jesús: «No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más (habla del alma en pecado mortal)... Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así
en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria... Yo sé de una persona (habla de sí misma) a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones... ¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal ? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús ¡Qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! Y las potencias, que son los alcaides
y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno! En fin, como a donde está plantado el árbol, que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? Oí una vez a un hombre espiritual que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin».
Después
del pecado mortal, nada hay que debamos evitar con más cuidado que el pecado
venial. Aunque sea mucho menos horroroso que el mortal, está situado todavía en
la línea del mal moral, que es el mayor de todos los males. Ante él palidecen
y son como si no fueran todos cuantos males y desgracias de orden físico puedan
caer sobre nosotros y aun sobre el universo entero. Ni la enfermedad ni la
misma muerte se le pueden comparar. Y la ganancia de todas las riquezas del
mundo y el dominio natural de la creación entera no podrían compensar la
pérdida sobrenatural que ocasiona en el alma un solo pecado venial. Es preciso,
pues, tener ideas claras sobre su naturaleza, clases, malicia
y
lamentables consecuencias, con el fin de concebir un gran horror hacia él y
poner en práctica todos los medios para evitarlo.
Naturaleza del pecado venial.—Es una de las cuestiones más difíciles
que se pueden plantear en teología. Para nuestro propósito basta saber que, a
diferencia del pecado mortal, se trata de una simple desviación, no de una
total aversión del último fin; es una enfermedad, no la muerte del alma. El
pecador que comete un pecado mortal es como el viajero que, pretendiendo llegar
a un punto determinado, se pone de pronto completamente de espaldas a él y
empieza a caminar en sentido contrario. El que comete un pecado venial, en
cambio, se limita a hacer u n rodeo o desviación del recto camino, pero sin
perder la orientación fundamental hacia el punto adonde se encamina.
División.—Se
distinguen tres clases de pecad os veniales:
a)
Por su propio género, o sea los que por su misma naturaleza no envuelven
sino un leve desorden o desviación (v.gr., una pequeña mentira sin perjuicio
para nadie).
b)
Por parvedad de materia, o sea aquellos pecados que de suyo están
gravemente prohibidos, pero que por la pequenez de la materia no envuelven sino
un ligero desorden (v.gr., el robo de una pequeña moneda).
c)
Por la imperfección del acto, o sea cuando faltan la plena advertencia o
el pleno consentimiento en materias que con ellos serían de suyo graves (v.gr.,
pensamientos obscenos semi-advertidos o semi-deliberados).
La
simple multiplicación de los pecados veniales, de suyo no los hace cambiar de
especie. Mil pecados veniales no equivaldrían jamás a un solo pecado mortal.
Sin embargo, un pecado venial podría convertirse en mortal por varios
capítulos:
a)
Por conciencia errónea o también seriamente dudosa
acerca de la malicia grave de una acción que se ejecuta temerariamente.
b)
Por su fin gravemente malo (como el que injuria
levemente al prójimo con el fin de hacerle pronunciar una blasfemia).
c)
Por peligro próximo de caer en pecado mortal si
comete el venial (como el que se deja llevar un poco de la ira sabiendo que
suele acabar injuriando gravemente al prójimo).
d)
Por escándalo grave que ocasionará verosímilmente
(como un sacerdote
que
por simple curiosidad entrara en plena fiesta en una sala de baile
de
mala fama).
e)
Por desprecio formal de una ley que obliga levemente
10.
f)
Por acumulación de materia que puede llegar a ser
grave; v.gr., el que comete varios hurtos pequeños hasta llegar a materia
grave: en el último comete pecado mortal (y ya en el primero si tenía intención
de llegar poco a poco a la cantidad grave). «1-11,72,5. 9 Y así, v.gr.,
el que creyera erróneamente que una acción de suyo lícita es un pecado mortal,
peca mortalmente si la comete. Y lo mismo el que duda seriamente si lo será o
no: es preciso que salga de la duda (v.gr., estudiando, preguntando a un
sacerdote, etc.) antes de lanzarse temerariamente a la acción. El desprecio se
llama formal si recae sobre la autoridad misma, material si sobre
otro aspecto diverso, v.gr., sobre la cosa mandada, que parece de poca
importancia, etc. En el primer caso hay siempre un grave desorden si se hace
con toda advertencia y deliberación contra la autoridad misma en cuanto tal.
Malicia
del pecado venial.—Es cierto que hay un abismo entre el
pecado mortal y el venial. La Iglesia tiene condenada la siguiente proposición
de Bayo: «No hay ningún pecado por su propia naturaleza venial, sino que todo
pecado merece pena eterna» n . Con todo, el pecado venial constituye de
suyo una verdaderaofensa contra Dios, una desobediencia
voluntaria a sus leyes santísimas y una grandísima ingratitud a sus
inmensos beneficios. Se nos pone delante, de un lado, la voluntad de Dios y su
gloria, y de otro, nuestros gustos y caprichos, y ¡preferimos voluntariamente
estos últimos! Es cierto que no los preferiríamos si supiéramos que nos iban a
apartar radicalmente de Dios (y en esto se distingue el pecado venial del
mortal, que salta por encima de todo y se aparta por completo de Dios
volviéndole la espalda); pero es indudable que la falta de respeto y de delicadeza
para con Dios es de suyo grandísima aun en
el
pecado venial. Con razón escribe Santa Teresa: «Pecado muy de advertencia, por
chico que sea, Dios nos libre de él. [Cuánto más que no hay poco, siendo contra
una tan gran Majestad y viendo que nos está mirando! Que esto me parece a mí es
pecado sobrepensado y como quien dice: Señor, aunque os pese, haré esto; ya veo
que lo veis y sé que no lo queréis y lo entiendo; mas quiero más seguir mi
antojo y apetito que no vuestra voluntad. Y que en cosa de esta suerte hay
poco, a mí no me lo parece por leve que sea la culpa, sino mucho y muy mucho».
Tan
grave es, en efecto, la malicia de u n pecado venial en cuanto ofensa de Dios,
que no debería cometerse aunque con él pudiéramos sacar todas las almas del
purgatorio y aun extinguir para siempre las llamas del infierno. Con todo, hay
que distinguir entre los pecados veniales de pura fragilidad, cometidos
por sorpresa o con poca advertencia y deliberación, y los que se cometen fríamente,
dándose perfecta cuenta de que con ello se desagrada a Dios. Los primeros
nunca los podremos evitar del todo 13, y Dios, que conoce muy bien el barro de
que estamos hechos, se apiada fácilmente de nosotros. Lo único que cabe hacer
con relación a esas faltas de pura fragilidad y flaqueza es tratar de disminuir
su número hasta donde sea posible y evitar el desaliento, que sería
fatal para el adelanto en la perfección y que supone siempre un fondo de amor
propio más o menos disimulado. Escuchemos sobre este punto a San Francisco de
Sales:
«Aunque
es razón sentir disgusto y pesar de haber cometido algunas faltas, no ha de ser
este disgusto agrio, enfadoso, picante y colérico; y así es gran defecto el de
aquellos que, en viéndose encolerizados, se impacientan de su impaciencia misma
y se enfadan de su mismo enfado... Créeme, Filotea, que así como a un hijo le
hacen más fuerza las reconvenciones dulces y cordiales de su padre que no sus
iras y enfados, así también, si nosotros reprendemos a nuestro corazón cuando
comete alguna falta con suaves y pacíficas reconvenciones, usando más de
compasión que de enojo y animándole a la enmienda, conseguiremos que conciba un
arrepentimiento mucho más profundo y penetrante que el que pudiera concebir entre
el resentimiento, la ira y la turbación... Cuando cayere, pues, tu corazón,
levántale suavemente, humillándote mucho en la presencia de Dios con el
conocimiento de tu miseria, sin admirarte de tu caída; pues ¿qué extraño es que
la enfermedad sea enferma, y la flaqueza flaca, y la miseria miserable? Pero,
sin embargo, detesta de todo corazón la ofensa que has hecho a Dios y, llena de
ánimo y de confianza en su misericordia, vuelve a emprender el ejercicio de
aquella virtud que has abandonado». Haciéndolo así, reaccionando prontamente
contra esas faltas de fragilidad con un arrepentimiento profundo, pero
lleno de mansedumbre, de humildad y confianza en la misericordia del Señor,
apenas dejan huella en el alma y no representan un obstáculo serio en el camino
de nuestra santificación. Pero cuando los pecados veniales se cometen fríamente,
dándose perfecta cuenta, con plena advertencia y deliberación, representan un
obstáculo insuperable para el perfeccionamiento del alma. Imposible dar un paso
firme en el camino de la santidad. Esos pecados cometidos con tanta indelicadeza
y desenfado contristan al EspírituSanto, como dice San Pablo
(Eph. 4,30), y paralizan por completo su actuación santificadora en el alma.
Escuchemos al P. Lallemant:
«Uno
se pasma al ver tantos religiosos que, después de haber vivido cuarenta y
cincuenta años en gracia, diciendo misa todos los días y practicando todos los
santos ejercicios de la vida religiosa y, por consiguiente, poseyendo todos los
dones del Espíritu Santo en un grado físico muy elevado y correspondiente a
esta suerte de perfección de la gracia que los teólogos llaman gradual, o
de acrecentamiento físico; uno se pasma, digo, al ver que estos religiosos nada
de los dones del.Espíritu Santo dan a conocer en sus actos y en su conducta; al
ver que su vida es completamente natural; que, cuando se les reprende o se les
disgusta, muestran su resentimiento; que manifiestan tanta solicitud por las
alabanzas, por la estima y el aplauso del mundo, se deleitan en ello, aman y
buscan sus comodidades y todo lo que halaga el amor propio. No hay por qué
pasmarse; los pecados veniales que cometen continuamente tienen como atados los
dones del Espíritu Santo; no es maravilla que no se vean en ellos los efectos.
Es verdad que estos dones crecen juntamente con la caridad habitualmente y
en su ser físico, mas no actualmente y en la perfección que responde al
fervor de la caridad y que aumenta en nosotros el mérito, porque los pecados
veniales, oponiéndose al fervor de la caridad, impiden la operación de los
dones del Espíritu Santo. Si estos religiosos procuraran la pureza del corazón,
el fervor de la caridad crecería en ellos más y más y los dones del Espíritu
Santo brillarían en toda su conducta; pero jamás se les verá aparecer mucho,
viviendo como viven sin recogimiento, sin atención a su interior, dejándose
llevar y arrastrar de sus inclinaciones, no evitando sino los pecados más
graves y descuidando las cosas pequeñas». Nos ayudará todavía a comprender la
malicia del pecado venial deliberado la consideración de los lamentables
efectos que trae consigo en esta vida y en la otra.
Efectos
del pecado venial deliberado.—En esta vida.—Cuatro son—en
esta vida—las principales consecuencias delpecado venial cometido con
frecuencia y deliberadamente:
1.*
Nos PRIVA DE MUCHAS GRACIAS ACTUALES que el Espíritu Santo tenía vinculadas a
nuestra exactitud y fidelidad, destruidas por el pecado venial voluntario. Esta
privación determinará unas veces la caída en una tentación que hubiéramos
evitado con esa gracia actual de que hemos sido privados; otras, la negación de
un nuevo avance en la vida espiritual; siempre, una disminución del grado de
gloria eterna que hubiéramos podido alcanzar con la resistencia a aquella
tentación o con aquel crecimiento espiritual. Sólo a la luz de la
eternidad—cuando ya no haya remedio—nos daremos cuenta de que se trataba de un
tesoro infinitamente superior al mundo entero. ¡Y lo perdimos alegremente por
el antojo y capricho de cometer un pecado venial!
2.a
DISMINUYE EL FERVOR DE LA CARIDAD y la generosidad en el servicio de Dios. Este
fervor y generosidad supone un sincero deseo de la perfeccióny un
esfuerzo constante hacia ella, cosas de] todo incompatibles con el
pecado venial voluntario, que significa una renuncia al ideal de superación y
una parada voluntaria en la lucha empeñada para ello.
3.a
AUMENTA LAS DIFICULTADES PARA EL EJERCICIO DE LA VIRTUD.— Es una resultante de
las dos consecuencias anteriores. Privados de muchas gracias actuales que
necesitaríamos para mantenernos en el camino del bien y disminuido nuestro
fervor y generosidad en el servicio de Dios, el alma se va debilitando poco a
poco y perdiendo cada vez más energías. La virtud aparece más difícil, la
cuesta que conduce a la cima resulta cada vez más escarpada, la experiencia de
los pasados fracasos—de los que únicamente ella tiene la culpa—descorazonan al
alma y, a poco que el mundo atraiga con sus seducciones y el demonio
intensifique sus asaltos, lo echa todo a rodar y abandona el camino de la
perfección y acaso se entrega sin resistencia al pecado. De donde:
4.a
PREDISPONE PARA EL PECADO MORTAL.—Es afirmación clara del Espíritu Santo que
«el que desprecia lo pequeño, poco a poco se precipitará» (Eccli. 19,1). La
experiencia confirma plenamente el oráculo divino. Rara vez se produce la caída
vertical de un alma llena de vida y pujanza sobrenaturales, por violento que
sea el ataque de sus enemigos. Casi siempre, las caídas que dejan al alma
maltrecha junto al polvo del camino se han ido preparando poco a poco. El alma
ha ido cediendo terreno al enemigo, ha ido perdiendo fuerzas con sus
imprudencias voluntarias en cosas que estimaba de poca monta, han ido
disminuyéndose las luces e inspiraciones divinas, se han desmoronado poco a
poco las defensas que guardaban la fortaleza de nuestra alma, y llega un
momento en que el enemigo, con un furioso asalto, se apodera de la plaza. EN EL
PURGATORIO.—La única razón de ser de las penas del purgatorio es el castigo y
la purificación del alma. Todo pecado, además de la culpa, lleva consigo un
reato de pena, que hay que satisfacer en esta vida o en la otra. El reato de
pena procedente de los pecados mortales ya perdonados en cuanto a la culpa y el
de los veniales perdonados o no en esta vida: he ahí el combustible que
alimenta el fuego del purgatorio. «Todo se paga», decía Napoleón en Santa
Elena; y en ninguna cosa se cumple mejor esta sentencia que en lo relativo a!
pecado. Dios no puede renunciar a su justicia, y el alma tendrá que pagar hasta
el último maravedí antes de ser admitida al goce beatífico. Y las penas que en
el purgatorio tendrá que sufrir por esas faltas que ahora tan ligeramente
comete calificándolas de «bagatelas», de «escrúpulos» y de peccata minuta exceden
a las mayores que en este mundo se pueden sufrir. Lo dice expresamente Santo
Tomás 17, y sus razones quedan plenamente confirmadas si tenemos en cuenta que
las penas de esta vida, por terribles que sean, son de tipo puramente natural,
mientras que las del purgatorio pertenecen al orden sobrenatural de la
gracia y la gloria; hay un abismo entre ambos órdenes, y tiene que haberlo, por
consiguiente, entre las penas correspondientes.
2.0
EN EL CIELO.—Los aumentos de gracia santificante de que el alma quedó privada
en esta vida por la substracción de tantas gracias actuales en castigo de sus
pecados veniales, tendrán una repercusión eterna. El alma tendrá en el cielo
una gloria menor de la que hubiera podido alcanzar con un poco más de
cuidado y fidelidad a la gracia y, lo que es infinitamente más lamentable
todavía, glorificará, menos a Dios por toda la eternidad. El grado de gloria
propio y de glorificación divina está en relación directa con el grado de gracia
conseguido en esta vida. ¡Pérdida irreparable, que constituiría un verdadero
tormento para los bienaventurados si fueran capaces de sufrir.
Medios
de combatir el pecado venial.—Ante todo es menester concebir u n
gran horror hacia él. N o daremos un solo paso firme y serio en el camino de nuestra
santificación hasta que lo consigamos plenamente. Para ello nos ayudará mucho
considerar despacio las razones que acabamos de exponer sobre su malicia y fatales
consecuencias. Hemos de volver a la carga una y otra vez en la lucha contra el
pecado venial, sin abandonarla un instante con el
pretexto
de «tomar aliento». E n realidad, con esas paradillas y vacaciones en la vida
de fervor y de vigilancia continua, quien «toma aliento» es el pecado, azuzado
por nuestra indolencia y cobardía. Hay que ser muy fieles al examen de
conciencia, general y particular; hemos de incrementar nuestro espíritu
de sacrificio y de oración; hemos de guardar el recogimiento exterior e
interior en la medida máxima que nos permitan las obligaciones del propio
estado; hemos de recordar, en fin, el ejemplo de los santos, que se
hubieran dejado matar antes que cometer un solo pecado venial deliberado.
Cuando logremos arraigar en nuestra alma esta disposición de un modo permanente
y habitual; cuando estemos dispuestos, con prontitud y facilidad, a practicar
cualquier sacrificio que sea necesario para evitar un pecado venial deliberado
por mínimo que parezca, habremos llegado al segundo grado negativo de la
piedad, que consiste en la fuga del pecado venial. No es empresa fácil. Si el
primer grado—fuga absoluta del pecado mortal—cuesta ya tantas luchas, ¿qué
decir de la fuga absoluta del pecado venial ? Pero por difícil que sea, es
perfectamente posible irse acercando a ese ideal con la lucha constante y la
humilde oración hasta conseguirlo en la misma medida en que lo consiguieron los
santos.
DOM VITAL LEHODEY.—Para
el insigne abad cisterciense de la Ti apa de Bricquebec, «la oración mística es
una contemplación pasiva, y mejor aún, una contemplación manifiestamente
sobrenatural, infusa y pasiva, donde Dios, que hace sentir en general su
presencia al alma, es por modo inefable conocido y poseído en una unión
amorosa, que comunica al alma el reposo y la paz e influye en los sentidos»
DOM COLUMBA MARMION.—No
trata expresamente el célebre abad de Maredsous en ninguna de sus obras de
mística propiamente dicha, aunque la haya—y altísima—en todas ellas.
Pero sabemos por el testimonio de dom Thibaut, su historiador y confidente
íntimo, que dom Marmion veía en la contemplación infusa «el complemento normal—aunque
gratuito—de toda la vida espiritual» n . He aquí, sin embargo, un precioso
fragmento de una carta de dom Marmion, en la que nos dice lo que sentía a este
respecto y nos da una definición exacta y precisa de la contemplación mística: «Podría
haber presunción y temeridad en desear por sus propias fuerzas ya una plenitud
de unión, que sólo depende de la libre y soberana voluntad de Dios, ya los
fenómenos accidentales que a veces acompañan a la contemplación. Pero si se
trata de la substancia misma de la contemplación, es decir, del conocimiento
purísimo, simplicísimo y perfectísimo que Dios da allí de sí mismoy de
sus perfecciones y del amor intenso que resulta para el alma, entonces
aspire con todas sus fuerzas a poseer un tan alto grado de oración y a gozar de
la contemplación perfecta. Dios es el principal autor de nuestra santidad, obra
poderosamente en sus comunicaciones, y no aspirar a ella sería no desearamar a Dios con toda nuestra alma, con todo nuestro espíritu, con todas
nuestrasfuerzas, con todo nuestro corazón»
DOM J. HUIJBEN.—La
esencia de la mística consiste para él en «una como percepción confusa de la
realidad misma de Dios. Esta percepción confusa de la realidad divina puede
revestir diferentes matices. A veces lo que percibirá o sentirá el alma será la
proximidad de Dios, otras su presencia, otras su acción, otras su mismo ser,
según que la experiencia de lo divino sea más o menos profunda»
DOM ANSELMO STOLZ.—«Es
preciso afirmar que existe cierta unanimidad en la definición de lo místico en
sus líneas esenciales. Se admite generalmente que la captación experimental
de la presencia de Dios y de su operaciónen el alma es esencial a la
vida mística». Más adelante precisa aún más su pensamiento: «Mística es
una experienciatranspsicológica de la inmersión en la corriente de
la vida divina, inmersión que se realiza en los sacramentos, especialmente en
la Eucaristía». Finalmente, dom Stolz está firmemente persuadido de que a
mística entra en el desarrollo normal de la gracia: «La mística, como plenitud
del ser cristiano, no es algo extraordinario ni un segundo camino para la
santidad que sólo unos pocos escogidos son capaces de recorrer. Es el camino que
todos deben andar. Y si las almas no llegan en esta vida a profundizar en su
ser cristiano y en su conocer por fe hasta la experiencia de lo divino, se
DOM CUTHBER BUTLER.—En
su hermoso libro El misticismo de Occidente (Western Mysticisme)
investiga la doctrina mística de la Iglesia primitivade Occidente, y va
extrayendo algunas definiciones de la contemplación yde la mística de
los diversos tratadistas místicos y Santos Padres de esa primeraépoca.
He aquí algunas de ellas:
«Una
intuición intelectual directa y objetiva de la realidad trascendente».
«El
establecimiento de relaciones conscientes con el absoluto».
«Unión
del alma con el absoluto en cuanto es posible en esta vida».
«Percepción
experimental de la presencia y ser de Dios en el alma».
«Unión
con Dios no meramente psicológica, sino ontológica, espíritu con Espíritu»
DOM S. LOUISMET.—«En
sí, la Teología mística es de orden experimental. Es un fenómeno que tiene
lugar en toda alma fiel y ferviente. Consiste sencillamente en la
experiencia de un alma peregrina aún sobre la tierraque llega a gustar
a Dios y experimentar por sí misma cuan suave es: «Gústate et videte
quoniam suavis est Dominus», como dice el salmista (Ps. 33,9)». Y un poco más
abajo añade todavía completando su pensamiento: «La vida mística es la vida
cristiana normal, la vida cristiana en su plenitud, la vida cristiana como
debería ser vivida por todos los hombres, en todos los países, en medio de las
circunstancias más diversas.
DOMINICOS
R. P. GARDEIL.—El
gran teólogo dominico plantea el problema de la experiencia mística en los
siguientes términos: «¿Podemos tocar a Dios en esta vida por un contacto
inmediato, tener de El una experiencia verdaderamente directa y substancial?
Los santos lo afirman, y sus descripciones de la oración de unión, del éxtasis,
del «matrimonio espiritual» están del todo llenas de esta suerte de percepción
cuasi-experimental de Dios en nosotros*
R. P. GARRIGOU-LAGRANGE.—El
insigne profesor del Angélicum distingue entre mística doctrinal, que es
aquella «que estudia las leyes y las condiciones del progreso de las virtudes
cristianas y de los dones del Espíritu Santo en vistas a la perfección» 18, y mística
experimental, que es «un conocimiento amoroso y sabroso del todo
sobrenatural, infuso, que sólo el Espíritu Santo por su unción puede
darnos, y que es como el preludio de la visión beatífica»
R. P. JORET.—Para
el P. Joret, el elemento esencial del estado místico es el amor infuso. Este
amor infuso con frecuencia va precedido de una luz infusa pasivamente recibida
en el alma, pero no es del todo necesaria! Escuchemos sus palabras:
«Mas
si la meditación contemplativa, fruto de las virtudes, tiene su principio en la
caridad, la contemplación mística procede de los dones y toma de ellos su
origen. En el primer caso se trata de un amor activo, buscado, excitado por
nuestro esfuerzo; en el segundo es un amor pasivo que ha brotado como
espontáneamente, que parece habérsenos dado ya hecho. Se explica
teológicamente esta experiencia diciendo que en el primer caso había
simplemente una gracia actual cooperante, y en el segundo, una gracia operante:
el alma ha sido movida totalmente por el Espíritu Santo y no ha tenido que
hacer otra cosa sino consentir a esta moción. ¿No ha habido antecedentemente
una luz infusa pasivamente recibida para dirigir este amor? Sí, parece lo más
frecuente; es una intuición mística que nos hace mirar a Dios como nuestro fin
último, como nuestro todo. Pero esto no es necesario. Según San Juan de
la Cruz, un acto ordinario de nuestra virtud de la fe puede ser suficiente. El
alma experimentaría entonces un toque de amor en la voluntad sin haber
experimentado el toque de conocimiento en la inteligencia». Y un poco más abajo
añade: «Al menos, el sentimiento de la realidad divinaparece existir
siempre en la vida mística»
R. P. GEREST.—«La
vida mística parece caracterizarse por la acción de Dios sobre el alma y sus
facultades por la fe, el amor y la oración. De esta suerte, toda la actividad
del alma y de sus potencias se emplea en recibir y utilizar esta dominación
divina para seguir su dirección y traducirla en todos los actos de la vida
hasta el punto de poder decir verdaderamente: Ya no soy quien vivo, sino Dios
en mí»
R. P. ARINTERO.—El
gran restaurador de los estudios místicos en España nos dice en sus Cuestiones
místicas que el constitutivo íntimo de la vida mística «es el predominio de
los dones en la psicología sobrenatural, o sea, el proceder las más de las
veces bajo la altísima moción y dirección del Espíritu Santo» Y en su magnífica
Evolución mística había escrito ya que la mística no es otra cosa que la
vida consciente de la gracia, o sea, «cierta experiencia íntima de los
misteriosos toques e influjos divinos y de la real presencia vivificadora del
Espíritu Santo.
RVDMO. P. ALBINO MENÉNDEZ-REIGADA.—Para
el Excmo. Sr. Obispo de Córdoba, «lo místico es la actuación en nosotros de los
dones del Espíritu Santo, o la operación del Espíritu Santo en nosotros por
medio de sus dones, o la perfecta incorporación con Cristo como miembro de su
Cuerpo místico». Y un poco más adelante añade completando su pensamiento al
recoger el elemento experimental: «Podría, pues, acaso definirse así la
mística diciendo que es un predominio tal de la gracia en las acciones, que
haga más o menos perceptible en ellassu propio modo sobrenatural y
divino».
R. P. FR. IGNACIO MENÉNDEZ-REIGADA.—-El
que fué profesor de Mística en la Facultad de Teología de San Esteban de
Salamanca pone la esencia de la mística en la misma vida de la gracia vivida de
un modo consciente. Se caracteriza principalmente por la «actuación de los
dones de sabiduría y entendimiento, por los cuales el hombre comienza a tener
conciencia de que posee a Dios y está unido con El, experimentando en sí la
vida de Dios».
R. P. MARCELIANO LLAMERA.—Resume
su pensamiento en los siguientes puntos, que considera, con razón, «las
nociones místicas generales de la Teología tomista»: Vida mística es la
actividad donal de la gracia; es decir, la vida de la gracia bajo el régimen
del Espíritu Santo por sus dones. Floración divina del árbol donal.
2.
El constitutivo de la vida mística es la actuación de los dones.
3.
Acto místico es todo acto donal.
4.
Estado místico es la actividad donal permanente o habitual en el alma. O
la situación del alma en actividad donal permanente o habitual.
5.
Distintivo o característica de la vida mística es el modo sobrehumano de
obrar; y del estado místico, el predominio de este modo sobrehumano. La
sintomatología mística tiene como manifestaciones más generales y apreciables:
a)
La pasividad del alma actuada por Dios.
b)
La experiencia muy varia de la vida de Dios en el
alma.
6.
Alma mística lo es radicalmente toda alma cristiana en gracia; y de hecho,
la que vive vida donal.
7.
Toda alma es llamada, por ley general, a la vida mística y puede y debe
aspirar a ella.
8.
En particular, la señal principal de llamada o introducción de un alma
en el estado místico, es la incapacitación pasiva para practicar a su modo la
vida espiritual.
9.
En la vida habitualmente ascética, sobre todo si es ferviente, hay frecuentes
intervenciones dónales, más o menos notables. En la vida habitualmentemística,
hay intervalos ascéticos, más o menos prolongados. Y, desde luego, se
practican en ella todas las virtudes de la vida ascética, con más perfección,
sobre todo interior, como dirigidas por el Espíritu Santo.
10.
Contemplación mística es una intuición amorosa prolongada de Dios infundida
por el Espíritu Santo mediante los dones de inteligencia y sabiduría.
11.
Gracias místicas normales u ordinarias son las que actúan los dones del
Espíritu Santo, sin exceder las posibilidades de su actividad. Son extraordinarias
las que exceden o se reciben al margen de la actividad donal. Estas gracias
extraordinarias, aunque innecesarias, en general, no siempre son
gratis
dadas o para bien ajeno, sino santificativas del alma que las recibe, y quizás
precisas o al menos convenientes para ella por causas peculiares.
12.
Gracia actual donal. La fuerza motriz de la vida mística es la gracia actual
donal que la actúa y rige.
CARMELITAS
R. P. GABRIEL DE SANTA MARÍA MAGDALENA.—El
sabio carmelita belga, profesor que fué del Colegio Internacional de Santa
Teresa en Roma, cree que la mística se caracteriza, ante todo, por la
contemplación infusa: «Se está de acuerdo en nuestros días en reconocer que la
contemplación infusa, entendida en toda su amplitud, es el hecho saliente y
característico del dominio de la mística»
El P. Gabriel está
convencido de que la mística entra en el desarrollo normal y ordinario de la
vida de la gracia; y escribió un notabilísimo artículo en La vie spirituelle
para demostrar que ése es el pensamiento genuino y auténtico de San Juan de
la Cruz.
R. P. JERÓNIMO DE LA MADRE DE DIOS.—La
mística consiste para él en un conocimiento experimental de Dios que se explica
por el amor infuso. Pero con ciertas restricciones. He aquí sus palabras: «Este
conocimiento experimental, ¿es el elemento distintivo de todo estado místico? A
mi parecer, no. No parece ser la propiedad constitutiva de este estado, sino
una de sus propiedades consecutivas, un proprium en el sentido
filosófico de la palabra. Y digo lo mismo del «sentimiento de la presencia de
Dios»: no constituye la nota esencial del estado místico aunque en una forma o
en otra acompañe a la contemplación... Dios es para las almas contemplativas
siempre, pero sobre todo durante los ratos en que son elevadas a la
contemplación—sea sabrosa o árida—, la realidad. He aquí por qué
prefiero a la expresión «sentimiento de la presencia de Dios» esta otra:
«sentimiento de la realidad de Dios».
R. P. CRISÓGONO DE JESÚS SACRAMENTADO.—No
precisa de una manera total y completa el concepto que se había formado de la
mística en ninguna parte de sus obras. Pero, reuniendo dos o tres textos,
podemos llegar a reconstruir su pensamiento. Helos aquí: «La mística como
práctica es el desarrollo de la gracia realizado por operaciones cuyo modo está
fuera de las exigencias de la misma gracia, o sea por medios extraordinarios». «...
la mística es un modo del desarrollo de la gracia y está esencialmente constituida
por conocimiento y amor infusos...». «La contemplación infusa es una intuición
afectuosa de las cosas divinas que resulta de una influencia especial de Dios
en el alma».
R. P. CLAUDIO DE JESÚS CRUCIFICADO.—«Teología
mística experimental es un conocimiento intuitivo y amor de Dios infundidos en
negación y obscuridad de toda luz natural del entendimiento, y por los cuales
éste percibe un ser y bondad indecible, pero real y presente en el alma, un ser
y bondad sobre todo ser y bondad».
R. P. LUCINIO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO.—Para
el P. Lucinio la experiencia mística es un simple efecto del modo sobrehumano
de los dones
del
Espíritu Santo. He aquí sus propias palabras: cosa que una actividad intensa de
las virtudes teologales, virtudes preciosas que ponen nuestra alma en contacto
con Dios, acompañada de un delicado influjo de los dones del Espíritu Santo». Y
añade todavía: «Podemos, pues, concluir diciendo que la vida mística es la vida
de amor perfecto que transforma al alma en Dios y que va acompañada
connaturalmente con el florecer de la contemplación»
JESUITAS
R. P. D E MAUMIGNY.—Define
la contemplación infusa como «una mirada simple y amorosa a Dios con la que el
alma, suspensa por la admiración y el amor, le conoce experimentalmente y
gusta, en medio de una paz profunda, un comienzo de la bienaventuranza eterna».
R. P. POULAIN.—«Los
estados místicos que tienen a Dios por objeto llaman ante todo la atención por
la impresión de recogimiento, de unión que hacen experimentar. De ahí el nombre
de unión mística. La verdadera diferencia con los recogimientos de la oración
ordinaria es que, en el estado místico, Dios no se contenta con ayudarnos a pensar
en El y a recordarnos su presencia, sino que nos da de esta
presencia un conocimiento intelectualexperimental; en una
palabra, nos hace sentir que entramos realmente en comunicacióncon
él. Sin embargo, en los grados inferiores (quietud), Dios no lo hace sino
de una manera bastante obscura. La manifestación tiene tanto más de nitidez a
medida que la unión es de orden más elevado».
R. P. D E LA TAILLE.—El
P. Mauricio de la Taille pone la esencia de la mística en una experiencia de lo
divino. Para él, la contemplación viene del amor: es una mirada amorosa. Pero'
¿qué es lo que distingue este amor del amor implícito en todo acto de fe? No es
su mayor perfección o intensidad. El amor del contemplativo puede ser menor que
el de un simple fiel. Pero este amor contemplativo es un amor «conscientemente
infuso... El místico tiene conciencia de recibir de Dios un amor ya del todo
hecho(tout fait)... El alma se sabe y se siente investida por Dios
con este amor. Y por esto... siente la presencia de Dios en sí misma... El
alma recibe el don de la mano misma del Dador, que está allí presente,
por lo mismo, de una manera que el alma experimenta».
R. P. KLEUTGEN.—Cree
hallar la esencia de la mística en una misteriosa unión con Dios, en la que el
alma es elevada, por un efecto extraordinario de la gracia, a una contemplación
más alta de Dios y de las cosas divinas, a las que viene a conocer no sólo por
fe, sino experimentalmente.
R. P. BAINVEL.—«El
estado místico está constituido por la conciencia de lo sobrenatural en
nosotros».
R. P. MARÉCHAL.—«Fundándonos
en las declaraciones unánimes de los contemplativos—únicos testigos de sus
experiencias internas—, creemos que la alta contemplación implica un elemento
nuevo, cualitativamente distinto de las actividades psicológicas normales y de
la gracia ordinaria; queremos decir la presentación activa, no simbólica, de
Dios en el alma con su correlativo psicológico: la intuición inmediata de
Dios por el alma». de donde resulta—como dice admirablemente el Congreso
Teresiano — «que la contemplación es el camino ordinario de la santidad y de
la virtud habitualmente heroica*. Repetimos: no sabemos si en esas
conclusiones estará bien recogido el pensamiento de la escuela mística
carmelitana, pero es indudable que recogen admirablemente el de la escuela tomista.
| Lástima grande que, admitiendo todos estos puntos fundamentales, nos
empeñemos todavía en mantener nuestras discrepancias inexplicables!
R. P. D E GUIBERT.—Según
el profesor de la Gregoriana, en la contemplación mística «el alma experimenta
la presencia de Dios en sí misma. La inhabitación y acción de Dios la
conocía antes indirectamente por el testimonio de la fe; ahora experimenta que
se da verdaderamente... Esta directa y experimental percepción de Dios presente
es general, confusa, no aporta conceptos nuevos, no enseña cosas nuevas,
sino que se constituye por una profunda e intensa intuición a la vez simple y
riquísima; la voluntad es atraída no con varios afectos distintos, sino que es
arrebatada y como paralizada en un solo acto simple, por el que se adhiere toda
a Dios. Todo esto lo recibe el alma pasivamente; con ningún esfuerzo podría obtener
este don, ni prever de ningún modo cuándo habrá de recibirlo, ni retenerlo
cuando se desvanece, ni volver a producirlo cuando ya lo gozó…
R. P. D E GRANDMAISON.—«El
hombre tiene el sentimiento o sensación de entrar, no por un esfuerzo, sino por
un llamamiento, en contacto inmediato, sin imagen, sin discurso, aunque no sin
luz, con una Bondad infinita».
R. P. VALENSIN.—Según
el profesor de la Facultad de Teología de Lyón, la mística, «desde el punto de
vista psicológico, lleva consigo, junto con un sentimiento inefable de la
presencia de Dios, un recogimiento en Dios que puede llegar hasta la
absorción de las potencias del alma, emigrando, por decirlo así, de la región
de las sombras y de las imágenes hacia las realidades divinas». Y añade a
renglón seguido estas luminosas palabras: «Para definir teológicamente la
característica esencial es preciso remontarse de los efectos a la causa y
aclarar la naturaleza misma de esta causa no ya con las solas luces de la
experiencia, sino también con las de la doctrina. Desde este punto de vista
teológico, la oración de que hablamos será llamada mística, en el
sentido de que el alma penetra con ella en lo que hay de más profundo y
misterioso en el trato íntimo del Hijo de Dios con la Trinidad adorable, que le
ayuda a orar en el Espíritu Santo, en nombre de Jesús al Padre y
a esbozar desde aquí abajo la unión que causará su beatitud. Así, la Teología
mística, definida por su objeto formal, se presentará como la ciencia del
ser divino viviendo por su gracia en el cristiano y elevándole, con las
colaboraciones humanas que él suscita, hasta su perfección, mientras que habrá
que reservar el nombre de Teología ascética a la ciencia de esas
colaboraciones sobrenaturalizadas por las iniciativas del Espíritu de Dios. Y
puesto que el problema de las esencias es metafísico, diremos, pues, de la mística—entendida
como acabamos de hacerlo—que es la ontología de la vida espiritual. Y
añadiremos—para mejor trazar las fronteras— que la ascesis será la lógica,
y el ascetismo la metodología*
R. P. PACHEU.—«Es
una posesión experimental de Dios, una comunicación que Dios hace de sí
mismo a sus almas privilegiadas, y en la que el alma recibe este puro favor
divino, gratuito, sin poderse elevar por sí misma cualquiera que sea su
aplicación o esfuerzo personal».
En
este estado, el alma es llamada «pasiva», no porque esté ociosa, privada de
conocimiento, anonadada; al contrario, se encuentra en un acre- centamiento
prodigioso de vida, sus actos de conocimiento y de amor sobrepasan los actos
ordinarios de sus facultades. Pero «recibe, no toma nada
por
su cuenta; no entra, sino que es introducida; no obra, sino que es puesta en
acción, non agit sed agitur».
AUTORES
INDEPENDIENTES
R. P. SCHRIJVERS, C.SS.R.—«La
contemplación es esencialmente un conocimiento y un amor producidos
directamente por Dios, gracias a los dones del Espíritu Santo, en las
facultades de la inteligencia y de la voluntad. Toda contemplación verdadera
es, pues, necesariamente infusa».Y un poco más abajo, al
precisar la naturaleza de las gracias místicas en general, escribe el docto
redentorista belga: «El más frecuente de estos signos parece ser la suavidad
experimentada al contacto con Dios. Son raras, creo, las almas contemplativas
que no hayan gustado a Dios de esta manera al menos algunas veces. Esta experienciaintima de Dios es tan característica, que el alma que ha sido favorecida
con ella, aunque sólo sea transitoriamente, la distingue fácilmente de las
consolaciones ordinarias y conserva de ellas una profunda impresión».
R. P. Ivo DE MOHON, O.M.C.—«La
teología mística es un conocimiento infuso experimental y amoroso de Dios
producido en nosotros por los dones intelectuales del Espíritu Santo, muy
particularmente por el don de sabiduría».
R. P. TEÓTIMO DE SAN JUSTO, O.M.C.—«En
mi humilde sentir, el estado místico está constituido esencialmente por el
conocimiento amoroso infuso, es decir, por una alta idea de Dios, habitualmente
general y confusa, con el amor pasivo y persistente». Y un poco más abajo
añade: «¿De dónde proviene en el alma el estado místico? De la plena expansión de
los dones del Espíritu Santo, particularmente del don de sabiduría».
R. P. CAYRÉ, A.A.—El
ilustre agustino asuncionista, autor de la famosa Patrología, cree que
la esencia de la mística importa los siguientes elementos: Un cierto sentido de Dios producido
en el alma por Dios mismo. San Agustín nos ofrece la fórmula: sentiré Deum, tener
el sentimiento de Dios.
b)
Un tal sentimiento supone la presencia de Aquel que se
manifiesta de alguna manera, no solamente como ser perfecto, sino como huésped del
alma. Aunque la gracia no es percibida en sí misma, Dios es aprehendido (saisi)
en cuanto inhabitante en el alma: capitur habitans, dice todavía
magníficamente San Agustín. Un tal don no puede venir más que de Dios; el
sentido místico de Dios es evidentemente sobrenatural...
c)
El sentido místico de Dios es también completamente distinto
de las consolaciones sensibles, que suponen la gracia como todo verdadero movimiento
de piedad, pero que son también, en gran parte, efecto de la actividad humana,
según la doctrina de Santa Teresa».
R. P. LAMBALLE
(eudista).—Hace suya la siguiente definición de San Francisco de Sales:
«La
contemplación no es otra cosa que una amorosa, simple y permanente atención del
espíritu a las cosas divinas».
R. P. LUCAS
(eudista).—«Todo el mundo está de acuerdo con Santo Tomás en enseñar que la
contemplación infusa es un efecto de los dones del Espíritu Santo». En cuanto a
los estados místicos en general, dice que «son aquellos en
los
que predominan los dones del Espíritu Santo, y en los que el alma tiene conciencia
de recibir un amor «ya del todo hecho», según la expresión del P. De la Taille».
R. P. BOULEXTEIX.—La
mística consiste en «un conocimiento y un amor misterioso que nos hacen
percibir a Dios de una manera verdaderamente inefable».
R. P. NAVAL,
C.M.F.—«Mística propiamente dicha en el terreno experimental es el conocimiento
intuitivo, junto con el amor intensísimo de Dios, obtenidos por infusión
divina, o sea por medios extraordinarios de la divina Providencia».
R. P. AUGUSTO A. ORTEGA, C.M.F.—«Parece
ser que la mística, entre otras notas que pueden asignársele, es ir tomando
conciencia de la presencia de Dios en el alma de una manera sobrenatural hasta
llegar al pleno conocimiento y goce de Dios por amor, que se cumple en la otra
vida». Y unas líneas más abajo añade: «La vida mística, tal como aparece desarrollada
en los místicos experimentales, se nos muestra como el desenvolvimiento natural
y lógico de la gracia santificadora».
MONSEÑOR RIBBT.—«La
teología mística, desde el punto de vista subjetivo y experimental, nos parece
que puede ser definida: una atracción sobrenatural y pasiva del alma hacia Dios
que proviene de una iluminación y de un incendio (embrasement) interiores,
que previenen a la reflexión, sobrepasan el esfuerzo humano y pueden tener
sobre el cuerpo una repercusión maravillosa e irresistible».
MONSEÑOR SAUDREAU.—«Hay
en el estado místico y en todo estado místico este doble elemento: conocimiento
superior de Dios, que, aunque general y confuso, da una muy alta idea de sus
incomprensibles grandezas; y amor no razonado, pero intenso, que Dios mismo
comunica, y al cual el alma, a pesar de todos sus esfuerzos, no podría elevarse
jamás».
MONSEÑOR PAULOT.—«¿Qué
es la contemplación? Un conocimiento de amor, obscuro, infuso, simple, debido
sea a la connaturalidad del alma con Dios, fruto del ejercicio predominante del
don de sabiduría, sea a la gracia actual operante, correspondiente a este don».
MONSEÑOR FARGES.—Es
uno de los autores que más ha fluctuado en sus opiniones, hasta cambiar
completamente de pensar con motivo de una controversia con el P. Garrigou-Lagrange,
en la que Mons. Farges reconoció noblemente que llevaba la razón el sabio
dominico59. Su última palabra parece ser ésta: «Hay estados contemplativos
caracterizados por el predominio, en grados diversos, de los dones del Espíritu
Santo, y en los que el alma es más pasiva que activa, y que son requeridos
para la más eminente santidad. Enesto estamos todos de acuerdo».
AD. TANQUEREY.—No
habla con precisión, pero podemos reconstruir su pensamiento en los dos
siguientes textos: «La mística es la parte de la ciencia espiritual que tiene
por objeto propio la teoría y la práctica de la vida contemplativa desde
la primera noche de los sentidos y la quietud hasta el matrimonio
espiritual». «La contemplación (es) una visión simple, afectuosa y
prolongada deDios y de las cosas divinas, efecto de los dones del
Espíritu Santo y deuna gracia actual especial que se apodera de
nosotros y nos hace habernosmás pasiva que activamente».
D. BALDOMERO JIMÉNEZ DUQUE.—El
rector del seminario de Avila precisa su pensamiento en la siguiente Forma: «¿Qué
es la mística? Esencialmente y primariamente, la obra
divinizadora de Dios en nosotros cuando ha llegado a ese estadio intenso que se
caracteriza por el predominio y la invasión desbordante de la acción de los
dones. Pero demos un paso más. Todos los autores especulativos y no
especulativos hablan de la experiencia de Dios. Y en seguida la
tentación del problema psicológico puro, descriptivo, empírico, experimental...
llama a las puertas: «los místicos son los testigos de la presencia amorosa de
Dios en nosotros» (De Grandmaison). Hasta ahora nos hemos movido en la región de
los principios. Un poco de metafísica teológica o de teología metafísica y nada
más. ¿Nada hay que añadir acerca del problema místico? Sí, la mística es eso y
un poco más que eso, pero solamente un poco más que eso. La mística es esencialmente
también, pero secundariamente, una
experiencia
de Dios».
MONSEÑOR LEJEUNE.—«El
elemento constitutivo de la vida mística es el sentimiento que el alma
experimenta de la presencia de Dios en ella, la experimentación de Dios
presente en el alma, una suerte de tocamiento de Dios en lo más íntimo del
alma. La vida mística es, pues, una experimentación, una percepción de Dios
presente en el alma... Pues lo que en esta contemplación percibimos y en
nuestro interior palpamos es Dios mismo y no ya su imagen».
A. FONCK.—«Nosotros
consideramos como místico todo hecho psicológico en el cual el hombre
piensa tocar directa e inmediatamente a Dios;en una palabra,
«experimentar» a Dios, ya sea por un esfuerzo personalde inteligencia o
de amor que nos elevará hasta El, permitiéndonos «encontrarle»,
abrazarle de alguna manera, o ya sea—por el contrario—por unacondescendencia
de Dios, que se abaja hacia nosotros, nos «toca», nos hacesentir su
presencia y su acción y nos inunda de consolaciones o de luces.De esta
forma llegamos a distinguir dos suertes de misticismo, quese podrían
llamar el misticismo activo y el misticismo pasivo. No habráningún
inconveniente en reservar el nombre de místicos propiamente dichos,o propriissimo
modo, a los hechos místicos de la segunda categoría».
F. X. MAQUART.—El
ilustre filósofo Mons. Maquart, profesor del seminario mayor de Reims, cree que
la definición que haya de darse de la Teología mística depende del concepto que
se tenga acerca de la eficacia de la gracia, toda vez que esa Teología no es
más que el estudio de la vida de la gracia en las almas. He aquí sus palabras: «Si
se admite, con la escuela tomista, la eficacia intrínseca de la gracia actual,
la naturaleza de la vida mística es fácil de explicar. Como los teólogos están
unánimes en reconocer la vida mística en una cierta pasividad vital del alma,
los tomistas, buscando la causa de esta pasividad, la encontrarán en el
interior mismo del desenvolvimiento de la gracia. Su doctrina sobre la eficacia
de la gracia actual les da derecho a ello. Si la gracia es eficaz por
naturaleza, se requiere para todo acto de la vida de la gracia. Como quiera que
la gracia santificante y los hábitos que la acompañan (virtudes y dones) dan
solamente el poder de obrar sobrenaturalmente, la voluntad necesita ser
movida in actu secundo por una gracia actual eficaz. Al contrario, los
partidarios de la gracia eficaz ab extrínseco, esto es, por la acción de
la voluntad, enseñan, conforme a su doctrina, que la gracia habitual y las
virtudes bastan. ¿Cómo sería de otra manera? Si la gracia eficaz no es otra
cosa que la gracia actual suficiente que da el posse agere, al
que se añade la cooperación de la voluntad, cualquiera que posea un hábito
infuso que le da ese posse agere no necesita absolutamente otra cosa
para obrar que la intervención de la voluntad. Por otra parte, como en la
teoría molinista la eficacia de la gracia proviene de la voluntad, no puede
haber en la economía normal de la vida de la gracia un estado en el que el alma
obrando vitalmente sea pasiva; la vida mística se encuentra excluida».
HENRI JOLY.—«El
misticismo es el amor de Dios». Y precisando un poco más su pensamiento, añade
unas líneas más abajo: «Todo cristiano en estado de gracia ama a Dios y, en una
medida más o menos grande, es un místico. Pero «el místico» por excelencia, lo
mismo que el que llamaremos en adelante «el santo», es un hombre en el que su
vida toda entera está envuelta y penetrada por el amor de Dios».
JACQUES MARITAIN.—Para
el profesor del Instituto Católico de París, el estado místico se constituye
por el predominio de la acción de los dones. He aquí sus palabras: «El estado
místico no se injerta en el alma en gracia como una rama extraña, sino que es
la floración de la gracia santificante; ni se caracteriza por la presencia
de los dones, que son inseparables de la caridad, sino sólo por el predominio
del ejercicio de los dones sobre el de las virtudes (morales infusas). El momento
preciso en que comienza el estado místico no cae debajo de observación. Todo
cristiano que vaya creciendo en gracia y tienda a la perfección, si vive
espacio suficiente, llegará al orden místico y a la vida del predominio habitual
de los dones».